Llueve sobre Valencia,
y en la quietud de las calles
la ciudad se ahoga en su propio eco.
El agua se adentra en cada esquina,
invade las puertas y los sueños,
arrastra recuerdos
como hojas en la corriente.
En algún lugar, los nombres
se disuelven en charcos de olvido,
se pierden en el barro,
en la piedra que cede al peso
del tiempo y la tormenta.
Y aquí estamos, mirando la lluvia,
esperando que la tierra se calme,
que devuelva los cuerpos, las voces,
las promesas que el río calló.
En este instante eterno,
todo se vuelve gris y húmedo,
como un recuerdo de infancia,
como la humedad antigua
de las casas que ya no existen.
Llueve, y en el silencio de la ciudad
se escucha un susurro,
una súplica que sube desde el barro,
como si de algún modo
la memoria de los desaparecidos
se quedara suspendida en el aire,
en el peso de esta lluvia
que lo cubre todo.