El aroma de la comida recién preparada flotaba en la cocina, envolviendo la estancia con un aire de hogar y calidez. Afuera, la noche se cernía sobre la ciudad, difuminando las luces de los faroles en una bruma ligera. El tintineo de los cubiertos sobre la mesa ya dispuesta anunciaba el inicio de la cena.
Ella no apartó la vista de la cazuela en ningún momento. Sujeta con firmeza el cazo en una mano y, con la otra, deslizó las pequeñas pastillas blancas en la mezcla burbujeante. Se disolvieron con facilidad, imperceptibles, un susurro tóxico entre los ingredientes. Removió con delicadeza, asegurándose de que todo quedara homogéneo, de que no hubiera huellas.
Luego, con la calma de quien ha ensayado cada movimiento, preparó la mesa con esmero. Dos platos, dos copas, un par de velas que titilaban con la brisa leve de la ventana entreabierta. El aire fresco disipó la pesadez que se acumulaba en las esquinas de la casa, como si quisiera limpiar los restos de un pasado inconfesable.
La puerta se abrió. Él llegó puntual, como siempre. Cansado, desprevenido. Se sentó sin sospecha, agradeciendo la comida servida con una sonrisa distraída. Ella lo observó mientras él tomaba el primer bocado. Luego, con un tinte de aparente preocupación, preguntó si estaba bueno. Él asintió, sin notar nada extraño, y siguió comiendo con apetito.
Ella revolvió su propia comida con la cuchara, fingió indecisión y se excusó suavemente: estaba a dieta. No insistió en comer, no había necesidad. Se levantó con la excusa de traer más vino, pero en su lugar, comenzó a limpiar meticulosamente. Guardó lo que sobraba en un táper, lo colocó en la nevera con precisión casi quirúrgica.
En el salón, las persianas bajaron con un murmullo amortiguado. La película favorita de él iluminó la estancia en tonos parpadeantes. Ella esperó, atenta a su respiración, a la forma en que sus párpados fueron cediendo bajo el peso del sueño inducido. Cuando por fin el silencio lo envolvió, ella se movió con sigilo. Recogió la casa con la misma meticulosidad con la que había preparado la cena. No olvidó su bolso.
Cerró la puerta con llave tras de sí y descendió las escaleras sin mirar atrás. La noche la recibió con un aire frío y expectante. Sacó su teléfono y, sin titubeos, marcó el número que había memorizado.
—Buenas noches, quisiera informar sobre un hombre en mi departamento. Sí, podrían encontrar pruebas en su refrigerador.
Colgó con una calma insólita. La ciudad seguía su curso, ajena a lo que acababa de ocurrir. Pero en ese momento, por primera vez en mucho tiempo, ella respiró con alivio.
Había atrapado a un criminal.