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Elideth Abreu

La Bruja del Viento

En una isla perdida en el Caribe, donde las palmeras se inclinaban ante la furia de los huracanes y el mar rugía como un dios impaciente, vivía una joven llamada Esmeralda. Su belleza era un misterio en sí mismo: tenía la piel del color del bronce al sol, ojos verdes como el fondo del océano y un cabello negro que caía en ondas interminables sobre su espalda. Nadie sabía de dónde había venido. No tenía familia, ni historia conocida, solo su casa solitaria al borde del acantilado, donde el viento siempre soplaba con una fuerza inusual.

Los hombres de la isla la miraban con deseo y temor. Decían que su voz era como un canto de sirena, que con solo una sonrisa podía hacer que un hombre olvidara su esposa, su hogar y hasta su propia alma. Susurros corrían entre las mujeres:

—Hechiza a los hombres con su mirada.
—Mi esposo la vio una vez y desde entonces no duerme.
—Cuando canta al atardecer, el viento cambia y el mar se vuelve salvaje.

Las historias crecían como la espuma del mar. Un pescador aseguró que una noche, al verla bañándose en la orilla, sintió que su cuerpo no le pertenecía y caminó hacia ella sin poder evitarlo, como si algo lo arrastrara. Cuando al fin recuperó el sentido, estaba solo, con los pies enterrados en la arena y el corazón latiéndole como un tambor. Otro juraba que la vio hablando con una sombra al pie del acantilado, y que después de aquello, su barco nunca volvió a encontrar peces.

El miedo se mezcló con la envidia y el rencor. La isla era pequeña, y no había lugar para alguien como Esmeralda, alguien que no respondiera a las mismas normas ni temiera a los mismos dioses. Una noche, los hombres decidieron ponerle fin a su hechizo.

Con antorchas encendidas, subieron hasta su casa en el acantilado. Golpearon la puerta y cuando no obtuvieron respuesta, la derribaron. Adentro, no encontraron altares, ni pociones, ni calaveras. Solo un cuarto modesto, con libros viejos, frascos de hierbas y una hamaca que colgaba junto a una ventana abierta al mar.

—¡Es bruja!—gritó alguien, arrancando un libro de su mesa—. ¡Miren estos símbolos!

No eran símbolos de magia negra, sino anotaciones en un idioma extranjero, pero ya nadie escuchaba razones. Un hombre la tomó del brazo y la arrastraron fuera.

—¡Confiesa!—le exigieron.

Esmeralda no dijo nada. Sus ojos verdes brillaban a la luz del fuego, sin miedo, sin súplica.

—Si no eres bruja, el agua lo dirá—anunció el más viejo del grupo.

La llevaron hasta el borde del acantilado. Abajo, el mar se estrellaba con furia contra las rocas.

—Si flotas, es porque el diablo te sostiene—le dijeron—. Si te hundes... será la voluntad de Dios.

Esmeralda los miró uno por uno, con la brisa enredándose en su cabello. Luego, sin que nadie la empujara, dio un paso adelante y se lanzó al vacío.

Los hombres corrieron hasta el borde y miraron hacia abajo. El mar seguía rugiendo, pero de Esmeralda no había rastro. No flotaba. No se hundía. Había desaparecido.

Desde esa noche, el viento en la isla nunca volvió a ser el mismo. Era más fuerte, más errático, más inquieto. Cuando los hombres salían a pescar, sentían que algo los observaba desde las olas. Y al atardecer, cuando la brisa soplaba a través de los acantilados, una voz dulce se deslizaba en el aire, un canto lejano que traía consigo el eco de una risa.

Nadie volvió a pronunciar su nombre en voz alta, pero en los rincones oscuros de la isla, entre murmullos y supersticiones, la llamaban La Bruja del Viento.

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