En un bosque profundo donde el tiempo se quiebra,
la luna, como un faro, dibuja su fulgor.
Los árboles susurran historias que se siembran,
y el viento trae memorias de un viejo trovador.
Un joven con su lira recorre los senderos,
buscando en la penumbra la sombra del ayer.
Sus notas van cantando amores pasajeros,
que el bosque guarda eterno en su verde poder.
La fuente centellea con aguas cristalinas,
reflejo de los cielos que guardan su fulgor.
La noche se hace eterna, y el alma adivina
que el eco de sus pasos resuena con temor.
De pronto una doncella emerge entre las flores,
sus ojos, dos luceros, su risa un ruiseñor.
El joven, embriagado, olvida sus temores,
y entrega su esperanza al mágico esplendor.
“Soy hija de este bosque, su espíritu escondido,
mi canto da la vida y el alma a este lugar.
Mas debes tener claro: quien quede aquí perdido,
no vuelve a los caminos que llevan al hogar.”
La lira del viajero cayó entre los abismos,
y el bosque, siempre eterno, lo quiso reclamar.
Hoy canta entre las ramas, perdido en los sismos,
su balada infinita que nunca cesará.