No hubo aviso, nomás el trueno
reventando la puerta del sueño.
La ciudad dormía con la boca abierta,
y el plomo, como un rezo, la despertó.
Un vato corrió entre sombras,
tenía la muerte mordiéndole el talón,
los tenis gastados, el pulso en la boca,
y en la esquina, un adiós sin voz.
La sirena lloró como madre sin hijo,
las luces pintaron la calle de infierno,
pero nadie vio, nadie supo, nadie dijo—
aquí el silencio es la ley del miedo.
Al alba, los perros olfatearon el resto,
sangre en la banqueta, casquillos dormidos,
y un nombre en la lista de los olvidados.
En la radio, otra historia sin testigos.