Las nubes, lienzos vivos de un arte en movimiento,
teñidas de agonía, se deshacen al viento.
El cielo, como un cáliz de púrpura encendida,
exhala su perfume: la luz que muere herida.
Los montes, en su calma, parecen contemplarse,
custodios del misterio que el cosmos quiso darse.
Y sombras fugitivas, danzando en su vacío,
esculpen en la tarde un lenguaje sombrío.
El aire, leve, roza los cabellos que caen,
susurra entre las ramas canciones que desmayan.
Es tímido el suspiro que el alma pronuncia,
es frágil como el eco que al silencio renuncia.
¡Contémplalo! Aquí yace la esencia de la rosa,
sin máscaras ni velos, tan pura y tan gloriosa.
Los tonos se entrelazan; la imagen, desbordada,
derrama su belleza en la carne extasiada.
Lo eterno y lo finito se funden en su seno,
y el tiempo se diluye en un instante pleno.
Durmiendo entre los versos de un ocaso sublime,
seremos de la tierra, su aliento que redime.
La noche, lenta, avanza con lágrimas de plata,
su manto oculta al fuego que el horizonte mata.
Cerremos los sentidos, dejemos que la muerte
nos guíe hacia un mañana más sabio y más fuerte.