Es preciso elevarse en la poesía,
hallar en su raíz la luz serena,
vestir de eternidad la voz que suena
y dar al alma un campo de armonía.
Que el verso sea faro en la agonía,
refugio en el dolor que nos condena,
y que transforme en gozo lo que pena,
pues su poder nos da sabiduría.
Sin ella, la visión se torna estrecha,
el mundo pierde brillo y su sentido,
la vida se nos vuelve sombra hueca.
Por eso al lenguaje hay que rendir oído:
un canto que del alma se aprovecha
y amplía nuestro ser hacia lo infinito.