Cuando el último reloj del mundo se detuvo, nadie lo notó al principio. Las rutinas siguieron su curso: despertadores sonando, trenes saliendo y oficinas abriendo, aunque las manecillas ya no se movieran. El tiempo, sin embargo, había perdido su dueño.
Pronto, algunos sintieron que las horas eran más largas, o más cortas, como si los días jugaran al capricho. Las citas dejaron de cumplirse, los aniversarios se desvanecieron, y la espera, esa sombra constante, se desdibujó por completo.
La gente, desconcertada, intentó llenar sus agendas con promesas inciertas, pero algo extraño ocurrió: sin tiempo, no hubo futuro que imaginar ni pasado que rememorar. Todo quedó suspendido en un ahora eterno, donde los relojes mudos parecían susurrar que nunca hubo tiempo; solo nosotros intentando medirlo.