En la ribera helada, donde duerme el ocaso,
se yergue un sauce augusto, custodio del fracaso.
Sus ramas se despliegan cual manos que suplican,
y el viento, al transitarlo, sus versos multiplica.
No llora por preguntas ni misterios profundos,
es llanto sin razones, un duelo de los mundos.
Sus hojas, en su éxodo, dan tregua a la penumbra,
y al río le devuelven un eco que se encumbra.
El tiempo no lo dobla ni el verano lo hiere,
mas carga en su corteza lo que el abismo quiere.
En su verdor eterno se anida el desaliento,
no hay pájaro que trine sin absorber su aliento.
El sauce no precisa del porqué de su canto,
su pena es armonía, su lenguaje, encanto.
Yo, mísero testigo, contemplo su grandeza,
y callo ante su duelo, espejo de tristeza.