Al poeta lo echaron al mundo,
le repartieron las cartas,
y nadie le explicó las reglas del juego.
Las tenía en sus manos,
pero no supo si apostar o retirarse,
si el as valía oro
o era solo un pedazo de papel sin destino.
Vio a los otros jugar con soltura,
apostando sus horas,
cambiando sus risas por monedas,
firmando pactos en silencio
con el azar y la costumbre.
Pero el poeta,
extranjero en su propia partida,
guardó sus cartas en el pecho
y se exilió a otros mundos,
donde las sílabas tenían peso
y el verbo ardía en llamas perfectas.
En ese exilio de tinta y latidos,
descubrió un lenguaje sin trampas,
un juego donde la única apuesta
era su alma,
y la única victoria
era nombrar lo innombrable.