Donde hubo fuego, cenizas
permanecen en la historia,
testigos de la memoria
que aún en el pecho agoniza.
El amor dejó su brisa,
sus vestigios en el viento,
y aunque ya no es el momento,
quedan huellas en la piel,
recuerdos con dulce miel,
de un pasado en sentimiento.
El tiempo, con su nobleza,
ha borrado los dolores,
pero quedan los sabores
de una antigua fortaleza.
Las cenizas, con certeza,
guardan ecos del fervor,
de aquel intenso calor
que un día nos envolvía,
y en la noche nos cubría
con su llama y su fulgor.
Aunque el fuego se extinguió,
y su luz ya no destella,
la ceniza es la centella
del amor que se vivió.
En el alma se quedó
un susurro, una caricia,
que en la noche, con malicia,
regresa a hacerme soñar,
recordándome al pasar
que el amor dejó su estela.
Las cenizas son testigos
de promesas y pasiones,
de aquellos dulces rincones
donde fuimos más que amigos.
Hoy el viento lleva sigilos
esas brasas a lo lejos,
pero en sus grises reflejos,
veo aún la llama viva,
que en mi corazón cautiva
y me envuelve en sus espejos.
Así es la vida, tan plena,
de recuerdos y de olvido,
de un amor que no ha partido
del todo, aunque sea ajena.
La ceniza es esa vena
que conecta con el fuego,
y aunque hoy no tenga ruego,
en mis sueños revivirá,
como un eco que estará
siempre en mi alma, sin sosiego.