El pueblo de San Álvaro se dormía todas las noches con la misma melodía: un acorde lejano de guitarra que flotaba en el aire como un suspiro. Nadie sabía de dónde provenía, solo que, desde hacía décadas, la misma tonada acariciaba el viento cuando la luna alcanzaba su punto más alto.
Don Eusebio, el anciano de la plaza, contaba que en tiempos remotos, un joven trovador llamado Gabriel solía tocar su guitarra bajo el viejo roble del cerro. Decían que su música era tan hermosa que las estrellas titilaban al ritmo de sus notas y los ríos cantaban con él. Pero una noche de tormenta, Gabriel desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, su guitarra seguía sonando, invisible, en la brisa nocturna.
Nadie se atrevía a subir al cerro después del anochecer, salvo Isabel, una muchacha de ojos inquietos y alma curiosa. Cansada de los susurros y mitos, decidió descubrir la verdad. Con su linterna y una bufanda gruesa, escaló el sendero que llevaba al roble. La noche era densa, y el aire olía a nostalgia.
Al llegar, encontró el árbol tal como lo describían: enorme, con raíces que parecían dedos aferrándose a la tierra. Y allí, en su base, vio algo que la dejó sin aliento: una guitarra antigua, apoyada contra el tronco, vibrando sola con cada soplo de viento.
Temblando, Isabel extendió la mano y rozó las cuerdas. Un eco profundo resonó en la noche, como un lamento atrapado en el tiempo. De pronto, una figura etérea se dibujó frente a ella: un joven de cabellos rizados y mirada triste.
—Gracias—susurró la aparición—. Has roto el hechizo.
Y con un último acorde, el espíritu de Gabriel se desvaneció con la brisa.
Desde aquella noche, el pueblo de San Álvaro durmió en silencio, y solo Isabel supo el verdadero final de la historia.