La vejez no es un puerto cerrado,
es un río que sigue su cauce,
donde el sol, más dorado y más sabio,
se refleja en las aguas más calmas
con la paz de quien ya ha viajado.
No es el fin, sino el dulce sosiego,
una hoguera que arde sin prisa,
un jardín donde el tiempo murmura
con la voz de las hojas caídas
que regresan en forma de brisa.
Que la piel lleve mapas de años,
que las manos conserven su historia,
que los ojos aún busquen el alba,
pues la vida, en su eterna semilla,
sigue abierta en la luz de la aurora.