Camino despacio,
el pasto húmedo se aferra a mis pies descalzos,
la bruma se alza como un suspiro de la tierra.
Todo lo que existe parece quieto,
y a la vez, tan vivo.
El sol aún no ha nacido del todo,
pero ya sus manos doradas
se estiran entre las ramas del roble.
¿Lo has visto alguna vez?
Cómo la luz se filtra,
cómo convierte lo pequeño en sagrado:
una hoja, una piedra,
un ave que canta su única canción,
como si su garganta contuviera la eternidad.
Me detengo.
No por cansancio,
sino porque el mundo,
este mundo de lo simple y lo inmenso,
me llama a mirar.
Miro, y entonces comprendo:
la gloria no siempre resuena,
a veces apenas susurra.
Está en el temblor de una gota sobre una telaraña,
en la sombra de una mariposa que cruza la hierba,
en el espacio entre respiraciones,
cuando no hay prisa.
Es suficiente estar aquí,
escuchar el canto del viento,
dejar que el cielo me abrace con sus alas invisibles.
Y dar las gracias,
aunque no haya nadie cerca para oírlo,
salvo el campo,
salvo el aire,
salvo yo.