El asfalto se extiende
como un río de sombras,
cada línea blanca
una frontera incierta,
cada curva,
una promesa rota
en la distancia.
El volante tiembla
en mis manos frías,
y el motor murmura
con su latido impaciente,
como si supiera
el peso invisible
que arrastro
en cada intento
de avanzar.
Los semáforos parpadean
como estrellas nerviosas,
y yo, atrapado en el tiempo,
veo en cada bocina
un grito antiguo,
una advertencia
que nunca cesa.
El miedo se sienta a mi lado,
silencioso copiloto,
susurra en cada giro,
en cada freno,
y la autopista se convierte
en un laberinto de dudas
sin salida.
Acelerar es rendirse,
detenerse es un naufragio,
y en este vaivén de latidos
me pregunto
si algún día el camino
será solo eso,
un camino,
y no un abismo
bajo mis pies.