Soy quien espera detrás de las palabras,
un cazador sin presa fija,
pero con la certeza del hambre.
El ojo se afila en la oscuridad,
como un filo que reconoce su propio brillo.
El tiempo no me apura,
cada minuto es una trampa paciente.
He aprendido a respirar como el aire espeso,
a caminar en círculos sin perderme,
a ver en lo invisible el rastro más nítido.
¿A quién se caza realmente?
¿Al animal que huye
o a uno mismo en el reflejo del miedo?
La persecución es un eco íntimo,
un diálogo con la sombra propia.
Atrapar es también perderse,
porque toda caza deja cicatrices gemelas:
una en la carne ajena,
otra en la piel del cazador.
La quietud, es mi aliada,
pero también una condena.
El sonido del paso ajeno se vuelve plegaria,
y la espera, un veneno dulce.
Acecho, no porque deba, sino porque puedo.
Al final, la trampa es un espejo:
en cada presa veo mi rostro,
en cada victoria, un naufragio silencioso.