Efraín Huerta

Praga, mi novia

Lily me espera a las 11 en el puente del rey Carlos,
al pie de San Juan Nepomuceno, santo de piedra,
santo de agua, mudo, ahogado.
Lily cree en Dios y yo corro hacia ella
y hacia el río y después
los dos iremos hacia las colinas,
hacia el Castillo, hacia la Catedral,
y caminaremos la Callejuela de los Alquimistas
donde Lily descubre oro en las puertas y en las flores
y uno es un gigante que no cabe en las pequeñas casas.
 
Veremos grandes patios, hermosos panoramas,
y ella me obsequiará el prometido retrato de Neruda
—del viejo checo Jan, no del chileno Pablo—
y yo habré de contarle cómo es el mar
y si algún día regresaré.
 
Lily me dirá que cuente con ella
y que Praga es mi novia
y que ya no sueñe con las noches danubias
ni con «la negra Viena de los ojos azules»,
porque aquí, a nuestros pies,
un río de bronce y plata nos mira
y es un río que se llama Voltava.
 
Corro porque Lily me espera
y es posible que ya no crea en Dios
—lo que sería sencillamente horrible para ella.
Sus ojos que tanto han llorado deben mirar
hacia la dulzura del santo que no dijo nada
como ella tampoco parece decir nada cuando la beso
y en su español murmura «No me beséis»
y yo tengo que reírme y casi me muero de risa.
 
Al día siguiente
—porque ya Carlos Augusto León se ha ido a Zurich
a volar hacia América con su medalla de oro
en el pecho y sus cuentos de llaneros venezolanos—,
al día siguiente bailaremos valses
y al otro día Lily  (sólo me queda ella)
esperará el filo de oro de la tarde
para llevarme hasta la puerta del Cementerio Judío
y dejarme de la mano de Dios
para que yo solo con mi alma pise aquellas flores de pavor
y me quiebre los ojos sobre las lápidas labradas
llenas de siglos
y a media voz recuerdo el poema de Nezval.
Porque ahí sólo pisamos la ceniza
y Lily, que cree en Dios,
no quiere entristecer su adoración
por el pequeño Niño Jesús de Praga
que se quedó en su nicho, allá en lo alto de la Malá Strana
con sus quince vestiditos de oro y plata de todos los colores.
 
Y entonces, como no hay nada ni nadie a la vista,
sueño que los viejos huesos crecen en los dorados árboles
y que una flor tiene la lengua de fuera
porque Lily debe estar loca
y los rabinos están hechos polvo
y en la sinagoga el candelabro mueve los brazos
y el gran Libro abierto me habla
y la palabra «nazis» me da náuseas
y debo entonces pedir la paz en todos los ríos
y para todos los poetas, hombres, niños, mujeres,
y no solamente para la turbia paz del Cementerio
ni la paz para la ceniza que se come
ni para las astillas de huesos que recogí en Oswiecim
ni mucho menos la paz del ghetto de Varsovia.
 
Por eso, Lily, que cree en Dios y es hermosa y católica,
me dice que si estoy en Praga es porque soy malo
y debo ser un sanguinario  comunista
pero que todo me lo perdona
(es tan buena) porque le corrijo su español
y le cuento de mis amigos de México y de las estrellas de cine
y que hay un pueblo lleno de canales y  guitarras
y dos terribles volcanes muertos cubiertos de nieve
y para su consuelo una gran cantidad
de iglesias y mucho sacerdotes.
 
Por eso corro y dejo atrás la fina lluvia
y ya no quiero tampoco  recordar la fría tierra de Lídice,
porque me encanta la vieja ciudad y aunque me canse
(cuando regrese a México haré que me operen)
no puedo dejar a Lily con sus panes
y sus frutas,  tampoco con sus ojos
que parecen ojos de santa flagelada
ni con su amarga risa de niña.
 
No me pierdo por Praga, porque ¿cómo perderme
en brazos de una novia amorosa?
Lily me dijo apenas ayer que me entregaba
el corazón de la ciudad
y yo me bebo el aire del río
y va no le pido más porque nada me niega
y porque debo llegar a una hora fija, a las 11,
al pie de San Juan Nepomuceno,
santo de piedra,
santo de agua,
mudo,
ahogado.

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