Dulce María Loynaz

Poemas sin nombre: XXXV

Como una  guerra civil, como una rebelión sordamente contenida, el dolor ha estallado en alguna parte de mi tiempo sin darme tiempo a huir, cogida por sorpresa entre su furia.

Se presentó primero como una insinuación cuyo rumor apenas me alcanzaba, como gentes que hablan de noche y uno oye entre sueños; tenía ya el dolor en la propia carne y lo buscaba a tientas en derredor mío, fuera de mí. Cuando vine a  saber que estaba dentro, era ya un foco que no podía sofocar, un amotinamiento.

Todavía no lo entiendo: este cuerpo con que ando sobre la tierra estaba hecho a obedecerme, fue siempre humilde y manso.

Nunca reclamó nada, nunca  imaginé que tuviera quebrantos que resarcir ni justicias que vindicar.

Lo  ayudé a subsistir como a siervo fiel y útil que era, con su ración de cada  día; lo defendí del frío, de la lluvia, de  caminos  tortuoso y contactos vulgares. ¿Qué más podía hacer yo, trajinada de afanes y de sueños?

Acaso algunas  veces –muchas  veces– le exigí más  de lo que podía darme, y no fue junto a mí más que corteza preservadora de la pura almendra, y en la que nunca se me hubiera ocurrido buscar sustancia ni dulzura.

Poco he sabido de él, y ahora se venga, me hace patente su presencia de modo que no pueda ignorarla, gritándome su nombre en el silencio de mis noches, cosiéndome con dardos de fuego a las sudadas sábanas, envenenando en mis arterias la sangre con que quiso mi soberbia alguna vez amamantar estrellas.

Clavada a este muro, sin más fuga que obleas y tisanas, me avergüenzo de mis vanos delirios, de lágrimas que me salen de no sé dónde y que jamás lloré en trances más dignos.

Soy toda huesos quebrantados, humores miserables. Soy la prisionera de este amasijo de dolor y fiebre, como las altivas reinas antiguas lo eran del populacho enardecido.

Ya que no puedo huir, tengo que hallar un precio de rescate. Tengo que sobornar o someter.

A pesar de esta brusca rebeldía, yo sé que el enemigo es débil... Si no me es dable reducirlo, quizás yo pruebe contentarlo ofreciendo a su ira imprevista un poco de la miel que dejó el alma en la escanciada copa de mi vida.

Las sobras del convite, para él... Para el mendigo cándido y colérico que dormía todas las noches a mi puerta.

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