Dulce María Loynaz

Poemas sin nombre: CXXIV

Isla mía, ¡qué bella eres y que dulce!... Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un calor de ángel, con un envés de estrella.
 
Tu mar es el último refugio de los delfines antiguos y las sirenas desmaradas.
 
Vértebras de cobre tienen tus serranía, y mágicos crepúsculos se encienden bajo el fanal de tu aire.
 
Descanso de gaviotas y peireles, avemaría de navegantes, antena de América: hay en ti la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas.
 
Sigues siendo la tierra más hermosa que ojos humanos contemplaron.
Sigues siendo la novia de Colón, la benjamina bien amada, el Paraíso Encontrado.
 
Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey; ardiente y casia como Guarina.
 
Eres deleitosa como la fruta de tus árboles, como la palabra de tu Apóstol.
 
Hueles a pomarrosa y a jazmín; hueles a tierra limpia, a mar, a cielo.
 
Cuando le pintan en los mapas, a contraluz sobre ese azul intenso de litografía, pareces una fina iguana de oro, un manjuarí dormido a flor de agua...
 
Pero también pareces un arco entesado que un invisible sagitario blande en la sombra, apunta a nuestro corazón.
 
Isla grácil, te visten las auroras y las lluvias; te abanica el terral, te bailan los solsticios de verano.
 
Como Diana, libre y diosa, no quieres más diadema que la luna; ni más escudo que el sol naciente con tu palma real.
 
La mala bestia no medró en tus predios, y jamás ha muerto en ti un solo pájaro de frío.
 
Idílicas abejas pueblan de miel la urdimbre de tus frondas; allí vibra el zunzún desprendido del iris, y destilan música viva de los sinsonte.
 
Escarchada de sal y de luceros, te duermes, Isla niña, en la noche del Trópico. Te reclinas blandamente en la hamaca de las olas.
 
Tienes la rosa de los vientos prendida a tu cintura; tus mayos están llenos de cocuyos; tus campos son de menta, y tus playas, de azúcar.
 
Varas de San José en trance de boda, tórnanse todos los gajos secos clavados en tu tierra taumatúrgica. Rocas de Moisés, todas tus piedras preñadas de surtidores.
 
Vela un arcángel escondido tras cada zarza tuya, y una escala de Jacob se tiende cada noche para el hombre que duerma en paz sobre tu suelo.
 
Otra escala sutil es para él, el humo rosa del tabaco que le alegra las siestas y le aroma de sueños el camino.
 
Para el hombre hay en ti, Isla clarísima, un regocijo de ser hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo.
 
Tú eres por excelencia la muy cordial, la muy gentil. Tú te ofreces a todos aromática y graciosa como una taza de café; pero no te vendes a nadie.
 
Te desangras a veces como los pelícanos eucarísticos; pero nunca, como las sordas criaturas de las tinieblas, sorbiste sangre de otras criaturas.
 
Isla esbelta y juncal, yo te amaría aunque hubiera sido otra tierra mi tierra, pues también te aman los que bajaron del Septentrión brumoso, o del vergel mediterráneo, o del lejano país del loto.
 
Isla mía, Isla fragante, flor de islas: tenme siempre, náceme siempre, deshoja una por una todas mis fugas.
 
Y guárdame la última, bajo un poco de arena soleada... ¡A la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones!
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