¡Pobrecito mi amor!, se está muriendo
bajo el golpe fatal de lo imprevisto;
agoniza mi amor, triste y gimiendo,
solo y tan resignado como un Cristo.
¡Se me murió mi amor! Tan sólo, dijo,
el nombre de la amada indiferente.
Yo le puse en el pecho un crucifijo,
cerré sus ojos y besé su frente.
Y envolví su ataúd con lo más bello
que a la vista tenía, todo aquello
que me gané en la lucha: rosa y palma,
lo bajé de la fosa al negro fondo,
y lo dejé enterrado en lo más hondo
del triste cementerio de mi alma.