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La casada infiel II

La continuación de esa noche de tragos

Cuando el marido los descubrió,
salían del río, el agua aún resbalaba
por esos muslos de marmol,
las huellas del amor
grabadas en la arena como sombras perdidas.
La luna, en su plata herida,
miraba atónita en silencio.
 
El esposo, con los ojos ardiendo de un miura,
gritó al viento que cortaba la noche,
su pecho inflamado de ira,
como bestia arrinconada,
listo para desatar su furia.
 
“¡Maldito gitano!”
rugió, y la espada brilló en su mano,
reflejando el fuego que devoraba su alma.
 
El gitano, sereno como el agua
que besa la orilla,
no temió al filo cortante,
ni al odio huracanado que llovía
del corazón del hombre traicionado.
En sus ojos, solo había compasión
una triste comprensión,
en sus manos llevaba una casada infiel.
 
El cuchillo se trenzó en un baile mortal,
el filo rompía al aire
con un susurro de muerte.
Pero en un giro, el gitano,
en un entrelace de aquella lucha
cerca del oído del esposo,
le murmuró,
con una suavidad que quebró la tormenta:
“Pensé que ella era mozuela,
cuando me la llevé al río.”
 
El hombre, con la rabia en su pecho
derritiéndose en la confesión,
bajó la espada,
frio por esa indiscutible sinceridad,
y con un antiguo pacto de señores,
al suelo las armas cayeron al unísono.
 
Se miraron, y con la cabeza baja,
el gitano al esposo le hizo un gesto,
entrar a la cantina del San Sebastían
y aliviar las cargas con aguardiente, tequila y ron.

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