Christian Sanz Gomez

Automoribundia

El buen ciudadano es un tradicionalista respetuoso
de la ley. Los coños amodorrados en tontos bares
de rubias: afán apostólico pero ausencia de inteligencia.
 
Con 4 años, ante el espejo, pronunciaste “Christian”
y quedaste cerrado en un círculo del Inferno;
llanos ensangrentados, constante polémica,
lobos devorando lobos, en la consciencia gusanos licuados.
Con 14 años, debido a un exceso de energía y negrura,
dabas palizas a diestro y siniestro; mordiendo
atrevido la cabeza de la serpiente como Caín
habitabas tierras bajas donde no clareaba la fiel ternura.
Con 17 sufriste una muy honda y rara depresión
que curaron nueve electroshocks (sí, asquerosos lectores,
la electricidad corriendo por el cerebro cura
igual que la palabra misteriosa del exorcista o la amada);
caminos sin esplendor, iguales que la vida,
manicomios donde la soledad no es verbal sino real,
confusión en los significados evidentes.
Soledad compacta. Yihadista soledad.
Con 36 un intento grave de suicidio.
Soledad yihadista. Compacta soledad.
A mis ahora casi 50 encontré una paz relativa.
Recluido en monacal y feudal aldea gallega,
solo con mis deshilachados pensamientos y funestos
recuerdos, con mamá viva y papá muerto,
enclaustrado con miles y miles de libros...
Me contemplo lo mismo que un autorretrato al óleo
al que un psicópata lanzara ácido y sosa cáustica.
Maté a pajaritos, golpeé damascos,
estuve en cuartos con hedor a droga y semen,
torturé animalillos de blanco plumón...
 
Poco más somos que un alma insignificante
que sustenta un cadáver o carroña de leyes arcaicas.
Con fragmentos de estrellas construimos ruinas,
las muecas y larvas de cabra de nuestro corazón.
Plagado de peligros está la tierra y está el mar,
en soledad los dioses nos arrastran a la desgracia:
incontables son los males que caminan junto al hombre.
Aquí estoy, condenado y sin nobleza, solitario y
sin grandeza, purgando mis pecados; “El lobo” viejo,
empotrado entre obscuras paredes de niebla y lluvia.
 
Pronto saludando desde este silencio a la muerte.

(i) Escribió sagaz y certero De Quincey: " Ningún hombre que, cuando menos, no haya contrastado su vida con la soledad, desplegará nunca las capacidades de su intelecto" Y Edward Gibbon insistió en una observación similar: "La conversación enriquece nuestro intelecto, pero la soledad es la escuela del genio; y la unidad de una obra denota la mano de un artista individual" O Jung, sobre un punto de vista bastante igual: "Los años en que estuve persiguiendo mis visiones interiores fueron los más importantes de mi vida; en ellos se decidió todo lo esencial" Y concluiré con un poeta, cifra y numen de mi hipótesis, expuesta con discernimiento sapiencial, energía en la dicción y exuberancia en la expresión. Escribió Wordsworth:

"Cuando, durante mucho tiempo, de nuestro mejor Yo fuimos
apartados por el ajetreado mundo, y desfallecemos,
enfermos de su quehacer y cansados de sus placeres,
cuán misericordiosa y benigna es entonces la Soledad".

La psicología popular y el arte comercial (o no tan comercial) nos han convencido implícitamente que la principal y casi única fuente de felicidad son las relaciones interpersonales, el comercio emocional con el amor, la familia y los amigos, desdeñando nuestros intereses, creencias y gustos solitarios e impersonales. Para mí es intensamente más esclarecedor y relevante lo que sucede en mi cabeza estando solo, incluso patológicamente aislado, que aquello, una mera Babel de Ruido u Odisea de Barullo, que me ocurre en compañía (donde siempre actúo algo exageradamente con la máscara -falsaria- de tipo irónico e ingenioso)

Me gusta estar muy solo, solo así soy yo verdaderamente, y, en la energía y bendición augusta de la soledad, mucho meditar, mucho contemplar los temas que me importan y obsesionan, y sentir cómo se modifican y agudizan las sensaciones, trabajar mentalmente en algunos poemas o incipientes y brumosas prosas, o en volanderas ideas indeterminadas, o habitar los poblados -densos, fosforescentes- recuerdos. Me gusta sentarme en el banco solitario de la plaza de mi aldea feudal (pasan a veces horas sin asomo de presencia humana) y ensimismarme y rumiar al compás o correr de la mente, y oír a los pájaros ducales, notar el ulular del viento como un Zeus benigno y cálido con su idioma celeste, asombrarme de la coloración granulada y puntiaguda de la luz mientras oscurece paulatina y lentamente.

Solitario crecen y se ramifican las ideas creativas, y solitario cada vez te conoces mejor ( te afinas mejor) a ti mismo. Cuando estoy en la odiosa Barcelona o en la provinciana Orense -donde también tengo casas- voy yo solo a los restaurantes, al teatro, a los museos, a las librerías o cines o cafés. Flâneur altivo y meditabundo, me siento en una rincón y divago egregio como un noble medieval frente a su fuego en noches de callado invierno.

Uno de los rasgos de mi personalidad es que la ternura y el afecto que indefectiblemente algo necesito no soy capaz de asimilarlos, me producen malestar, tensión y carga. Me desequilibra sufrir compañía y consideración. Por eso desde los nueve años estoy muy solo, desacostumbradamente e increíblemente solo. A veces es duro (la estricta y compacta -yihadista, esquizoide- soledad devora la felicidad y la dulzura), pero no siempre lo es. A veces, confrontado y enfrentado a mi soledad, ayuno de amistades y amores, afloran epifanías gloriosas, momentos eureka, sentimientos de poder, invulnerabilidad y exquisito placer inenarrable no susceptible de un trasunto en palabras. Sé que nado a contracorriente. Mi vida esteparia y eremita probablemente no sea un bien universalizable o deseable.

Paso también horas arrellenado en la butaca de mi galería acristalada contemplando el valle y meditando en las lindas musarañas o mirando árboles pulimentados. Los ruidos de la casa (crujir de la madera, unos perros ladrando, el golpear de la lluvia en los cristales, el tic-tac del reloj del comedor, el leve susurro de la calefacción, la respiración de mi perra) son como la savia que circula dentro de mí, y mi única querible melodía. Prácticamente nunca oigo la radio o enciendo el televisor ruin. Las redes sociales me provocan -su uso excesivo- una orgía de culpabilidad alemana. Mi medio natural es andar enclaustrado en mi mente silenciosa, o muy solo deambular (sin interactuar) entre la populosa muchedumbre.

El bullicio del mundo me asquea como una rata metida en la tráquea. Ser solitario es mi daimon y destino, mi santa unidad sagrada y rosácea. Lo admito: seguramente soy el más solitario de los hombres que han existido. Lo admito como confesión: solitario me daño a mí mismo y no a los demás.

(ii) Pasé muy mala noche, casi no dormí. Ahora una mañana oscura, lluviosa, lipemaniaca. Tuve la íntima sensación que existen dos estados en los que se destruye el lenguaje: la psicosis y la monomanía melancólica. El lenguaje, si debemos adjetivarlo, es algo así como refrescante y rosado, lo opuesto a un adefesio frío y apático.

Siguiendo esa línea de pensamiento, desde mi atalaya solitaria, seclusa, intuyo que la angustia y decrepitud moral se alivia si uno es capaz de encontrar las palabras e imágenes que faltan para discernirla. Lo que en inglés llaman "crisis of literacy" yo lo traduzco como una crisis o merma del espacio psíquico. Cualquier conflicto requiere palabras para decirlo; si careces de esas palabras, el conflicto se enquista. Las redes sociales, el alcohol y las drogas, la soledad melancólica o la agramaticidad psicótica, agrietan y devastan el espacio psíquico. El lenguaje tiene una dimensión terapéutica.

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