"Dejando eso aparte, el barrio del Macello dei Corvi era, por decirlo discretamente, modesto. Casas de solo dos plantas, adosadas una a otra sin patios y construidas con materiales de deshecho hurtados al cadáver de la ciudad antigua. Tufos viterbinos groseramente escuadrados y montados sobre hileras de ladrillo romano robados a los muros antiguos. Bloques de peperino y de travertino esculpidos y unidos con cemento sin mostrar el menor interés por los refinadísimos relieves que soportaban, empleados en los cantones, en los umbrales y en los arquitrabes de puertas y ventanas. A veces aquel tejido mural ecléctico y chapucero contaba con la protección de un enlucido de puzolana, morado, rojo, o violeta, según la localización de la cantera, que casi siempre era una finca interior de las murallas aurelianas"
Así describe Antonio Forcellino, en su obra "Michelangelo, una vita inquieta", el barrio muy humilde de Miguel Ángel, barrio donde había llegado pobre hacia 1510, cuando Julio II y sus herederos pusieron a su disposición la casa-taller para que trabajara en las esculturas de la tumba del gran Papa Della Rovere. Luego, en 1517, dejó Roma, para regresar en 1533 como artista de fama mundial. Pero, aunque inmensamente rico y afamado, nunca abandonó aquella casa y barrio tan poco decorosos, tan alejados del centro de la corte papal. Fundamentalmente siempre se sintió un florentino desterrado.
Exiliado estoy yo de mi origen de barrio rico. Rentista pobre, recuerdo. Y recuerdo la belleza fresca y rosa de aquella joven mamá como un signo, un símbolo, un testimonio que corre hasta los confines de mi mundo. Hoy, con luna llena y lobos aullando excitados, si pienso en ti no oigo el sonido agudo de ultratumba, ni música de sangre con vidrios, ni floto en cámaras fúnebres. Alabada seas.