Carlos Pezoa Véliz

El perro vagabundo

Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
 
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.
 
Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.
 
Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.
 
Cuando a roer mendrugos corrompidos
asoma su miseria, por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.
 
Allá va. Lleva encima algo de abyecto.
Le persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.
 
Es frase de dolor. Es una queja
lanzada ha tiempo, pero ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.
 
Lleva en su mal la pesadez del plomo.
Nunca la caridad le fue propicia;
no ha sentido jamás sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.
 
Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.
 
Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull—dog con cascabeles.
 
En las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.
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