La Confesión de un inquisidor
En el crepúsculo de mi vida, yaciendo en mi lecho de muerte, los recuerdos oscuros me asaltan como sombras en la noche. En esta soledad que me consume, me siento compelido a confesar el peso de mis pecados, los pecados que cometí en nombre de Dios.
He infligido torturas inenarrables a aquellos que consideraba herejes. He forzado confesiones a través del dolor, he condenado a hombres, mujeres y niños a sufrimientos indescriptibles, todo en nombre de la fe que juré proteger. Hoy, en mi agonía, me doy cuenta de que fui el verdugo de almas inocentes, un instrumento de sufrimiento en lugar de amor.
En mi ceguera, me volví un monstruo en nombre de Dios, y ahora, mi fe se desmorona como castillo de arena ante la marea. Ruego por la gracia divina, el perdón que mi corazón anhela, y la esperanza de que Dios, en su infinita misericordia, pueda comprender que mi fervor erróneo me hizo olvidar la esencia misma de Su amor.
Deseo arrepentirme, anhelando la absolución divina que nunca merecí. Mi corazón pesa como una losa de plomo, y mis lágrimas son insuficientes para lavar la mancha de sangre que llevo sobre mi alma. Que la Justicia Divina sea la que me juzgue en el más allá, que Él determine mi destino, y que la misericordia que negué a otros, sea derramada sobre mí con infinita gracia.
En mi lecho de muerte, imploro perdón, y anhelo que mi historia sirva como advertencia. Que mi confesión sea un testimonio de los horrores que el hombre puede infligir cuando olvida el verdadero significado del amor y la compasión.
Hoy, Dios se vuelve mi verdugo, y, por mucho que me duela, allá afuera, hay algunos que aun me llaman “El Ángel Negro de la Inquisición”.
Escrito a partir de la inspiración de un libro