Jorge Luis Borges

Le Regret d'Héraclite

Por  Jorge Pena

Es evidente que cualquier blog que haga referencia directa o indirectamente a la obra de Jorge Luis Borges, más tarde o más temprano, incluirá en el sitio el poema o texto referente a Matilde Urbach.

Lo incluí tiempo atrás en una serie llamada “Brevísimos”, lo he visto en “Jaquemate” de Ulyses o en otro blog, ”Puente aéreo” que acompañaba el texto con una foto de un Borges muy joven junto a una mujer. La primer asociación de ideas que uno podía hacer es que evidentemente est amujer era Matilde Urbach. Luego empezamos ese lento peregrinaje que todo curioso acerca de la literatura y sus personajes realiza: saber quién era Matilde Urbach, si realmente existió, si estuvo vinculada a Borges, etc….

Mucho se ha escrito al respecto y desde otros blogs se aporta luz al tema.

Transcribo un texto de Juan Bonilla, no solo interesantísimo sino además definitorio en cuanto a nuestra “desconocida” Matilde.

En una época en la que estaba peor de dinero de lo que estoy ahora, una amiga me propuso entre bromas y veras que me presentara a cierto programa concurso de televisión. El concursante de ese programa elegía un tema del que se confesaba especialista, y el presentador lo sometía a prueba preguntándole decenas de cosas acerca del tema elegido.

Mi especialidad, según aquella amiga, era Borges. Yo deseché la idea por un solo temor: que me preguntaran quién era Matilde Urbach, cosa que aún no había descubierto. En el más breve de los libros que escribió, titulado Museo, Borges incluía un díptico memorable que dice: "Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”Matilde Urbach".

Desde que lo leí, una pregunta comenzó a perseguirme: ¿quién era esa Matilde Urbach que le había arrancado a Borges aquellos dos versos que ya nunca serán pasto de la amnesia?

Durante mucho tiempo fatigué bibliografía sobre Borges por conocer la identidad de aquel nombre de mujer. Disqué números de teléfonos de reconocidos borgianos que no pudieron satisfacer mi ignorancia. Hasta que al doblar una esquina cualquiera de la vida, me encontré con Francisco de Balasz, bonaerense por parte de madre y borgiano por prescripción facultativa de su doctor literario privado, Adolfo Bioy Casares. De Francisco de Balasz me hice amigo con la misma facilidad con la que Antonio Gala escribe una cursilería: o sea, de forma natural.

Mi amigo Francisco no sabía quién era Matilde Urbach, pero le resultaba muy divertida mi inquietud acerca de aquella mujer que aparecía poderosa y única en los versos de Borges. Le comenté incluso que el epitafio del hombre que hubiera querido ser Borges, debía decir: "Yo solamente he sido un hombre / aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach".

Mi amigo celebró la ocurrencia y prometió ser mi cómplice en la búsqueda de Matilde Urbach. De vuelta a Buenos Aires, iría a ver a Bioy Casares y le consultaría el enigma. Como regalo por mi borgesfilia incurable, me regaló un tesoro bibliográfico por el que los coleccionistas de joyas me tajarían la aorta: el folleto sobre yogures que Borges y Bioy escribieron a dúo, iniciando una colaboración que depararía obras tan curiosas como los cuentos de Bustos Domecq.

Yo, la verdad, no confiaba mucho en que Bioy Casares me revelaría si Matilde Urbach era un personaje literario, una mujer que de veras existió, o un simple invento de Borges. Pero al mes de marcharse me llamó mi amigo Francisco con nuevas. Bioy sabía algo, poco, escueto, borroso pero bastaba para colocarme en la calle buena del laberinto. A la pregunta ¿quién era Matilde Urbach?, Bioy contestó, como quien no le concede demasiada importancia a la cosa y no puede creerse que alguien esté tan aburrido como para poder concederle importancia a tal minucia:

—Creo que era un personaje de una novela cuya lectura Borges me ponderó. Es probable que Borges le dedicara algún renglón en una sección semanal que por entonces llevaba en la revista "El Hogar". No recuerdo bien, pero es posible que el argumento de la novela tratase de un soldado que moría varias veces en el mismo campo de batalla.

Ni que decir tiene que nada más colgar me puse a repasar las críticas que Borges realizó para "El Hogar" y que están recogidas en un volumen titulado Textos cautivos. Tardé en dar con el título de la novela a la que se refería Bioy, pero como la paciencia es lo último que se pierde, la encontré. La novela tiene por título Man with four Lives (Hombre con cuatro vidas). Su autor fue el ignoto William Joyce Cowen. Su argumento puede resumirse así (he de agradecer la posesión de un ejemplar de esa novela a la perspicacia bibliófila de ese recolector de raros y desconocidos autores ingleses que es Javier Marías): en la guerra del 18, un capitán inglés mata, repetidamente, hasta un número de cuatro veces, a un mismo capitán alemán, que, según explicación que deja entrever el autor, era un soldado desterrado de su Patria que llegaba a proyectar, dado su amor, un fantasma corpóreo que guerreaba hasta las sucesivas muertes que iba dándole el inglés, ya que a su ardor guerrero no lo acompañaba su pericia en la puntería.

En los renglones decisivos del libro, Cowen chafará su afortunada y misteriosa exégesis valiéndose de una explicación muy barata: cuatro hermanos idénticos hasta en la graduación militar suplirán a las proyecciones fantasmales que se nos habían sugerido. La veracidad dudable de esas líneas choca con las virtudes que avalan el resto de la historia. La novela, pues, resulta mediocre, pero tiene un valor que su autor estaba lejos de suponer cuando la escribió: en la novela aparece Matilde Urbach.

Matilde Urbach era la enamorada del militar alemán muerto una y otra vez en el campo de batalla. La única aparición de Matilde Urbach en la novela es la que dará pie a Borges a escribir los dos versos memorables.

La situación es ésta: el capitán alemán visita una noche a su amada para avisarle que al alba partirá hacia la muerte, y por ello desea sosegar sus últimas horas de aliento confundiéndolo con el de su hembra.

Se infiere que se poseen. Al alba, él se despide con estas palabras: "Yo solamente soy un hombre, pero el más dichoso sería sobre la superficie de la Tierra si por nadie más que por mí tú te consumieras de amor cuando yo ya no esté".

Y entonces Matilde Urbach susurra: "Ningún hombre del mundo sabrá nunca el sabor de mis labios, y ningún hombre del mundo podrá conseguir que yo desfallezca por conocer el sabor de los suyos".

Lo cierto es que según el improvisado final de la novela, Matilde Urbach podría haber sido la amante de los cuatro hermanos que ella creía, como el propio lector, un solo hombre inmortal.

Así que ahí estaba el álveo de los dos versos de Borges Él, que tantos hombres sería, que más que un hombre fue toda una literatura, no pudo ser nunca aquel por cuyo amor desfalleciera Matilde Urbach. Esto desmiente por otra parte una frase que Borges repetía mucho, según la cual todo! los hombres somos el mismo hombre (cosa que dijo ya siglos antes Bartolomé de las Casas). Lo único cierto al parecer es que todos seremos el mismo cadáver.

La próxima vez que me vea en apuros económicos ya podré presentarme a ese concurso de televisión. Mi especialidad, naturalmente, Borges. Si me preguntan por Matilde Urbach, sabré qué responder.

Referencias

penacaceres.blogspot.com/2010/11/quien-era-matilde-urbach.html


La muerte de Matilde Urbach

Se han dado muchas explicaciones sobre él, o, más bien, ha sido glosado de muy diversos modos. Se trata, sin duda, del dístico más enigmático de la historia de la literatura. El autor del jeroglífico no podía ser otro que Borges. Me refiero al poema Le Regret d´Héraclite, incluido con malicia en el volumen misceláneo El hacedor (sección Museo) y atribuido a un apócrifo vate prusiano, Gaspar Camerarius. El lamento ígneo del presocrático por el fluir del tiempo, lo efímero de la pasión y el goce y la fuga y caducidad de la belleza se completa con esta nota de ironía trágica, o de tragedia irónica, como se prefiera:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

Los borgianos epidérmicos (es decir, los borgianos profesionales, esos que exhiben en público su presunta condición de legatarios creativos del maestro sin poseer otro título para ello que un conocimiento superficial de su obra) se han desgarrado y desgastado las neuronas buscando el sentido y la fuente de tal enunciado. Sus hallazgos han sido siempre triviales. O, como diría un discípulo algebraico de Borges, han computado en cero su novedad. Por supuesto que Borges estaría ajustando las cuentas con humor incomparable a una novela menor que considera fallida, como queda claro en su crítica, por su premisa de que una explicación inverosímil sea preferible en una narración fantástica a una explicación mágica (no obstante, el oxímoron entre el sustantivo “explicación” y el epíteto “mágica” pareció escapar esta vez a la sutileza habitual de Borges, dando pie sin pretenderlo a los desmanes “seudomágicos” que padecemos hoy en exceso). Y que la anécdota amorosa, algo perversa, de una mujer alemana (la epónima Matilde Urbach) que habría podido amar a cuatro hombres distintos bajo la misma apariencia, creyéndolos el mismo hombre en ocasiones sucesivas, no podía sino fascinar al Borges más travieso y juguetón, a pesar de suponer una alambicada alegoría del impersonal amor a la patria en tiempos de guerra y el cruento sacrificio de cuerpos viriles a ese generoso amor germánico. Pero no menos importante para Borges, como lector decepcionado del artefacto de Cowen, es el uso de la fingida pluralidad de los personajes y la irrisoria reiteración de las circunstancias como excusa para gastar una broma filosófica de alcance certero en contra de las concepciones clásicas del tiempo, la linealidad del arte narrativo y, en suma, de la literatura de ficción como correlato de las versiones más adocenadas de la realidad.

La verdadera originalidad de Le Regret d´Héraclite se cifra, sobre todo, en su postulación de una cesura o hiato entre el yo trascendental y el yo contingente del sujeto tal y como Paul de Man dilucida la cuestión, en su impagable análisis de los mecanismos de la ironía, a partir de la novela Lucinda de Friedrich Schlegel. Si se lee la microficción poética de Borges después de esta reflexión de De Man ya no quedarán dudas sobre el designio del primero en el momento de concebirla. Dice De Man, describiendo la instancia subjetiva de la que procedería todo sustrato irónico del discurso: “el hombre que puede identificarse con todos los yoes y estar por encima de ellos sin ser él mismo nada específico, un yo que es infinitamente elástico, infinitamente móvil, un sujeto infinitamente activo y ágil que está por encima de cualquiera de sus experiencias”. Me consta que De Man no tenía a Borges en la cabeza (mucho menos su culterana broma lírica) mientras elucidaba estos argumentos sobre Schlegel, sino, más bien, a Baudelaire (e, incluso, a Shakespeare).

En consecuencia, no sólo el Borges melancólico de estos versículos paródicos, sino también el narrador dudoso e infeliz de El Aleph o el “doble” cuántico de Borges y yo, entre otros narradores autoficcionales de su obra, caben en esta decisiva tesis de De Man, iluminándose unos a otros como ecos de una misma voz y una misma posición de discurso. La ironía suprema que marca la distancia elocutiva entre el actor plural de una vida fallida como todas y el escritor no menos plural que consigna, desde una remota dimensión verbal, las desdichadas vicisitudes de esa misma vida. Esta es la clave fundamental de Borges y de cualquier auténtico creador literario, como también de cualquier sujeto capaz de entrar en el enrevesado juego de espejos y las múltiples trampas de la lectura.

Así que en ese críptico epitafio de Borges, el más literario de los escritores, se encierra todo el secreto de la literatura. Como la “figura en el tapiz” de Henry James, contiene la compleja verdad de todos sus textos, de su paradójico lugar de dicción y de las secuelas vitales del ejercicio de la ficción, y también, qué duda cabe, de todos los demás volúmenes almacenados en la supernumeraria Biblioteca de Babel. Con un añadido dramático, si se quiere: el objeto de deseo del escritor (y de su escritura) es nombrado e identificado de antemano como imposible. El misterio literario se ha resuelto al fin en una dirección alegórica que escapa a la banalidad referencial en que suelen desenvolverse los razonamientos de tantos borgianos de escaparate.

Descanse en paz Matilde Urbach.

Referencias

Juan Francisco Ferré - http://juanfranciscoferre.blogspot.com/2009/02/la-muerte-de-matilde-urbach.html
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