Hengist quiere hombres.
Acudirán de los confines de arena que se pierden en largos mares,
de chozas llenas de humo, de tierras pobres, de hondos bosques
de lobos, en cuyo centro indefinido está el Mal.
Los labradores dejarán el arado y los pescadores las redes.
Dejarán sus mujeres y sus hijos, porque el hombre sabe que en
cualquier lugar de la noche puede hallarlas y hacerlos.
Hengist el mercenario quiere hombres.
Los quiere para debelar una isla que todavía no se llama Inglaterra.
Le seguirán sumisos y crueles.
Saben que siempre fue el primero en la batalla de hombres.
Saben que una vez olvidó su deber de venganza y que le dieron
una espada desnuda y que la espada hizo su obra.
Atravesarán a remo los mares, sin brújula y sin mástil.
Traerán espadas y broqueles, yelmos con la forma del jabalí,
conjuros para que se multipliquen las mieses, vagas cosmogonías,
fábulas de los hunos y de los godos.
Conquistarán la tierra, pero nunca entrarán en las ciudades que Roma
abandonó, porque son cosas demasiado complejas para su mente
bárbara.
Hengist los quiere para la victoria, para el squeo, para la corrupción
de la carne y para el olvido.
Hengist los quiere (pero no lo sabe) para la fundación del mayor imperio,
para que canten Shakespeare y Whitman, para que dominen el mar
las naves de Nelson, para que Adán y Eva se alejen, tomados de la
mano y silenciosos, del Paraíso que han perdido.
Hengist los quiere (pero no lo sabrá) para que yo trace estas letras