Jorge Luis Borges

Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio

La función poética –ese vehemente y solitario ejercicio de combinar palabras que alarmen de aventura a quienes las oigan– padece misteriosas interrupciones, lúgubres y arbitrarios eclipses. Para justificar ese vaivén, los antiguos dijeron que los poetas eran huéspedes ocasionales de un dios, cuyo fuego los habitaba, cuyo clamor poblaba su boca y guiaba su mano, cuyas inescrutables distracciones debían suplir. De ahí la costumbre mágica de inaugurar con una invocación a ese dios el acto poético.

«¡Oh divinidad, canta el furor de Aquiles, hijo de Peleo, el furor que trajo a los griegos males innumerables y arrojó a los infiernos las fuertes almas de los héroes, y libró su carne a los perros y a los alados pájaros», dice Homero. Y no se trata de una forma retórica, sino de una verdadera plegaria. De un «sésamo, ábrete», mejor dicho, que le abrirá las puertas de un mundo sepultado y precario, lleno de peligrosos tesoros. Esa doctrina (tan afín a la de ciertos alcoranistas, que juran que el arcángel Gabriel dictó palabra por palabra y signo por signo el Corán) hace del escritor un mero amanuense de un Dios imprevisible y secreto. Aclara, siquiera en forma burda o simbólica, sus limitaciones, sus flaquezas, sus interregnos.

He indicado en el párrafo anterior el caso muy común del poeta que a veces hábil, es otras veces casi bochornosamente incapaz. Hay otro caso más extraño y más admirable: el de aquel hombre que en posesión ilimitada de una maestría, desdeña su ejercicio y prefiere la inacción, el silencio. A los diecisiete años, Jean Arthur Rimbaud compone el «Bateau ivre»; a los diecinueve, la literatura le es tan indiferente como la gloria, y devana arriesgadas aventuras en Alemania, en Chipre, en Java, en Sumatra, en Abisinia y en el Sudán. (Los goces peculiares de la sintaxis fueron anulados en él por los que suministran la política y el comercio.)

Lawrence, en 1918, capitanea la rebelión de los árabes; en 1919 compone Los siete pilares de la sabiduría, quizá el único libro memorable de cuantos produjo la guerra; hacia 1924 cambia de nombre, pues no debemos olvidar que es inglés y que le incomoda la gloria. James Joyce, en 1922, publica el Ulises, que puede equivaler a toda una compleja literatura que abarcara muchos siglos y muchas obras; ahora publica unos retruécanos que, sin duda, equivalen al más absoluto silencio. En la ciudad de Buenos Aires, el año 1911, Enrique Banchs publica La urna, el mejor de sus libros, y uno de los mejores de la literatura argentina; luego, misteriosamente, enmudece. Hace veinticinco años que ha enmudecido.

La urna es admirable. Menéndez y Pelayo observa: «Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuan pocos versos habrá que sobrevivan!»

El hecho es de muy fácil comprobación, no menos en los textos de prosa que en los poéticos. No hay que retroceder a tiempos ajenos, a tiempos habitados por hombres muertos; basta desandar unos pocos años. Busco dos libros argentinos que, sin duda, perdurarán. En el Lunario sentimental de Lugones (1909) incomodan las perpetuas diabluras malogradas y la decoración art nouveau; en Don Segundo Sombra, que es de 1926, la escasa identificación del autor con los troperos de su historia. Sin el deliberado propósito de ciertas represiones, no podemos gozar de esos altos libros. La urna, en cambio, no requiere convenios con su lector ni complicaciones benévolas. Ha transcurrido un cuarto de siglo desde su aparición —un dilatado trecho de tiempo humano; ciertamente no ajeno de hondas revoluciones poéticas, para no hablar de las de otro orden—y La urna es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes esenciales son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir.

Es muy sabido que a los críticos les interesa menos el arte que la historia del arte; la obtención efectiva de una belleza que su arriesgada búsqueda. Un libro cuyo valor fundamental es la perfección puede ser menos comentado que un libro que muestra los estigmas de la aventura o del mero desorden...

La urna ha carecido, asimismo, del prestigio guerrero de las polémicas. Enrique Banchs ha sido comparado a Virgilio. Nada más agradable para un poeta; nada, también, menos estimulante para su público.

He aquí un soneto que he repetido más de una vez en la soledad, bajo las luces de uno y otro hemisferio. (El curioso lector advertirá que su estructura es shakespeariana; vale decir, que, pese a la disposición tipográfica, consta de tres cuartetos con la rima alternada y de una estrofa de dos versos pareados.)

Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.
Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso, agonizante,
también en él inclina la cabeza.
Si hace doble el dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma,
y acaso espera que algún día habite,
en la ilusión de su azulada calma
el Huésped, que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.

Tal vez otro soneto de Banchs nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel en que se refiere a su alma,

que, alumna secular, prefiere ruinas
próceres a la de hoy menguada palma.

Tal vez, como a Georges Maurice de Guérin, la carrera literaria le parezca irreal, «esencialmente y en los halagos que uno le pide».

Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y su fama.

Tal vez —y ésta será la última solución que propongo al lector—su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil.

Es grato imaginar a Enrique Banchs atravesando los días de Buenos Aires, viviendo una cambiante realidad que él sabría definir y que no define: hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia.

25 De Diciembre De 1936
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