Gertrudis Gómez de Avellaneda

Amor y orgullo

I

 
  Los negros cabellos
Al viento tendidos,
Los ojos hundidos,
Marchita la tez,
  Hoy llora humillada
La hermosa María,
Ejemplo algún día
De altiva esquivez.
 
  Su pecho acongoja
Profundo quebranto,
No alivia su llanto
Su acerbo dolor;
  Que en triste abandono
Su amante la deja,
De bronce a su queja,
De hielo a su ardor.
 
   El alba tres veces
Ha visto su pena,
La luna serena
Tres veces también;
   Y lenta una hora
Tras otra ha seguido,
Sin que haya traído
Ninguna a su bien.
 
  Ni un punto la noche
Sus ansias sosiega;
Que el sueño le niega
Su efímera paz:
   Insomne a los vientos
Les cuenta su historia...
Guardó mi memoria
Su canto fugaz.
 

II

 
“Un tiempo hollaba por alfombras rosas;
Y nobles vates, de mentidas diosas
    Prodigábanme nombres;
Mas yo, altanera, con orgullo vano,
Cual águila real a vil gusano,
   Contemplaba a los hombres.
 
“Mi pensamiento—en temerario vuelo—
Ardiente osaba demandar al cielo
  Objeto a mis amores,
Y si a la tierra con desdén volvía
Triste mirada, mi soberbia impía
   Marchitaba sus flores.
 
“Tal vez por un momento caprichosa
Entre ellas revolé, cual mariposa,
  Sin fijarme en ninguna;
Pues de místico bien siempre anhelante,
Clamaba en vano, como tierno infante
  Quiere abrazar la luna.
 
“Hoy, despeñada de la excelsa cumbre
Do osé mirar del sol la ardiente lumbre
   Que fascinó mis ojos,
Cual hoja seca al raudo torbellino,
Cedo al poder del áspero destino...
   ¡Me entrego a sus antojos!
 
“Cobarde corazón, que el nudo estrecho
Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
   Tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
Trocando ya tu indómita fiereza,
   De libertad te priva?
 
“¡Mísero esclavo de tirano dueño,
Tu gloria fue cual mentiroso sueño,
   Que con las sombras huye!
Di, ¿qué se hicieron ilusiones tantas
De necia vanidad, débiles plantas
   Que el aquilón destruye?
 
“En hora infausta a mi feliz reposo,
¿no dijiste, soberbio y orgulloso:
 —¿Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
mudar de rumbo al céfiro ligero
   y arder al mármol frío!—
 
“¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón... Mas ¡cuán en vano
   Te advirtió tu locura!...
¡Tú mismo te forjaste la cadena,
Que a servidumbre eterna te condena,
   Y a duelo y amargura!
 
“Los lazos caprichosos que otros días
—Por pasatiempo—a tu placer tejías,
   Fueron de seda y oro;
Los que ahora rinden tu valor primero,
Son eslabones de pesado acero,
   Templados con tu lloro.
 
“¿Qué esperaste, ¡ay de ti!, de un pecho helado
De inmenso orgullo y presunción hinchado,
   De víboras nutrido?
Tú—que anhelabas tan sublime objeto—
¿Cómo al capricho de un mortal sujeto
   Te arrastras abatido?
 
“¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
Que por flores tomé duros abrojos,
    Y por oro la arcilla?...
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
Y mis amantes, ay, tal vez se engríen
   Del yugo que me humilla!
 
“¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde
  Quieres ver en mi frente
El sello del amor que te devora?...
¡Ah! Velo, pues, y búrlese en buen hora
  De mi baldón la gente.
 
“¡Salga del pecho—requemando el labio—
El caro nombre de mi orgullo agravio,
  De mi dolor sustento!...
¿Escrito no le ves en las estrellas
y en la luna apacible que con ellas
  alumbra el firmamento?
 
“¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia—en gemidor arrullo—
   La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
  En esa selva hojosa?
 
“De aquella fuente entre las claras linfas,
¿No le articulan invisibles ninfas
   Con eco lisonjero?...
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
Si aún el silencio tiene voz, que aclama
   Ese nombre que quiero?...
 
“Nombre que un alma lleva por despojo;
Nombre que excita con placer enojo,
   Y con ira ternura;
Nombre más dulce que el primer cariño
De joven madre al inocente niño,
   Copia de su hermosura:
 
“Y más amargo que el adiós postrero
Que al suelo damos, donde el sol primero
   Alumbró nuestra vida,
Nombre que halaga y halagando mata;
Nombre que hiere—como sierpe ingrata—
   Al pecho que le anida...
 
“¡No, no lo envíes, corazón, al labio!
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
  ¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
trémulas hojas, tórtola doliente,
  como calla mi lengua!”
 

III

 
  Con un gemido enmudeció María,
Y—dando de rubor visible muestra—
Su rostro, que el amor enardecía,
Cubrió un momento con su blanca diestra.
 
  Mas luego se alza, y en su altiva frente
Ya la victoria del orgullo miro,
Cual si del pecho su pasión ardiente
Lanzase envuelta en el postrer suspiro...
 
  Cuando a leve rumor—que entre la yerba
Suena—de humana planta producido,
En medio de su orgullo y saña acerba,
La despechada amante presta oído.
 
  ¡Cuál late el corazón! ¡Con qué zozobra
Aquel rumor aproximarse escucha!...
¡Amor su cetro vacilante cobra:
En vano la razón se esfuerza y lucha!
 
  ¡Él es! ¡allí está ya!... Clama el orgullo:
—Tente y escucha mis acentos: ¡tente!—
Mas piérdese su voz, cual el murmullo
De humilde arroyo al ruido del torrente;
 
  Que cuando amor tan imperioso grita,
Razón y orgullo a su placer sofoca,
Y al corazón turbado precipita,
Cual bajel sin timón de roca en roca.
 
   ¡Él es! ¡allí está ya! Desdén, ausencia,
Todo lo olvida la infeliz María;
Que al verse de su amado en la presencia,
La noche se convierte en claro día.
 
  ¡Feliz si en pos de la fatal quimera,
Que hora la inunda en célico contento,
Al despertar del sueño no la espera
Desencanto mayor, mayor tormento!
 
   ¡Feliz si de su orgullo la memoria
No turba más su pecho sojuzgado!...
¡Feliz si en el sepulcro de su gloria
Su amor también no deja sepultado!
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