Gertrudis Gómez de Avellaneda

A una acacia

¡Arbol que amé! te reconozco: en vano
el ábrego inclemente, el bóreas ronco,
con empeño tirano
contra tu pompa y majestad conspiran,
y en torno hacinan de tu mustio tronco
tus hojas, iay! que murmurando giran.
 
Te reconozco, si; que tu mudanza
no es mayor, no, que la mudanza mía.
Marchita, cual tus ramas, mi esperanza;
perdida, cual tus hojas mi alegría;
más que te quiso en tu verdor florido,
–cuando, cual tú, lozano se sentía–
hora te quiere el corazón herido,
contemplando tu duelo
bajo ese opaco y macilento cielo.
 
¡Ay! que también sus bóvedas etéreas
a mudanza cruel condena el hado...
Hoy luce un sol nublado
entre sombras aéreas,
que dudoso color visten al día;
y en el blando sosiego de la noche,
–bajo tu copa umbría–
en otro tiempo he visto placentera
surcar la luna, en esmaltado coche,
el campo azul de la tranquila esfera.
 
Entre tus ramas trémulas, su rayo
filtraba puro a iluminar mi frente;
mientras que el aura del risueño Mayo,
en gratos sones de mi lira ardiente,
rápida difundía
un nombre dulce, de inefable encanto...
Que sorda murmuró la fuente fría,
que el ave insomne repitió en su canto,
y allá distante –en el herboso hueco
de la gruta sombría–
volvió a mi oído melodioso el eco.
 
¡Liras del corazón! ¡Voces internas!
¡Divinos ecos del celeste coro
en que glorias sin fin, dichas eternas
e inagotable amor, en arpas de oro
cantan los serafines abrasados,
en alfombra de soles reclinados!
¡Oh, cómo entonces en el alma mía
resonar os sentí! Del pecho hirviente,
cual rápido torrente,
brotaba sin cesar la poesía...
Y un santo juramento
–que el labio apenas pronunciar osaba –
 
en alas del amor al firmamento
desde el fogoso corazón volaba,
allá en el infinito
su inmenso porvenir buscando escrito.
 
¿Y de esta suerte pudo
mentir el alma y engañar el cielo?
¿Una efímera flor –lujo del suelo–
es de la dicha el triste simulacro,
y en un alma inmortal el fuego sacro
del sentimiento vívido y profundo,
existe y muere sin dejar señales,
cual árbol infecundo
o como planta en yermos arenales?...
 
¿Do llevaron los vientos
tantos de amor dulcísimos acentos,
tantos delirios de esperanza bella?
Aquellas dulces horas
que fueron ¡ay! cual deliciosas, breves,
adónde huyeron sin dejar ni huella?...
Al sacudir sus alas bramadoras
entre tus hojas. leves,
¡árbol querido! el aquilón sañudo
–que envuelto en nieblas por los aires zumba–
cual tu tronco, desnudo
dejó mi corazón, y mis amores
con tus marchitas flores
hundió a la par en ignorada tumba.
 
Igual hado nos cabe:
por eso te amo y a buscarte vuelvo
cuando te deja tu verdor suave;
que pasajero fue, cual la esperanza
de mi ya mustio corazón. La suerte
de tu pompa fugaz también alcanza
a mis dichas mezquinas;
y el astro sin calor, que alumbra inerte
tus míseras ruinas,
la imagen es del pálido recuerdo
de aquel amor que para siempre pierdo.
 
Mas volverá, con Mayo,
la alegre primavera,
y tu beldad primera
tornará a darte el sol...
 
Sucederán las auras
a vientos bramadores,
y a lívidos vapores
las nubes de arrebol.
 
De la africana costa,
do vaga peregrina,
veloz la golondrina
te volverá a buscar;
 
que en tus pobladas ramas,
bajo dosel florido,
vendrá a labrar su nido,
atravesando el mar.
 
Y en torno revolando
de tu frondosa copa,
verás alegre tropa
de pajarillos mil...
 
Y con aromas puros,
–que al florecer exhalas–
perfumarás las alas
del céfiro gentil.
 
¿Por qué llorar tu suerte?
¿Por qué gemir tu duelo?
Que te marchite el hielo,
te azote el aquilón...
 
Tus gérmenes de vida
no agotan sus rigores;
cual tus perdidas flores
las que recobras son.
 
De un verdor te desnudas,
y otro verdor te cubre;
lo que te quita Octubre,
te restituye Abril.
 
Hoy eres a mis ojos
vestigio abandonado,
mañana honor del prado
y orgullo del pensil.
 
¡Mas nunca reverdecen
marchitas ilusiones!
¡No tienen estaciones
los yermos del dolor!
 
¡A revivir ni un día
ningún poder alcanza
de efímera esperanza,
la deshojada flor!
 
¿Qué sol habrá que venza
al desengaño esquivo,
y su calor nativo
a un alma yerta dé?
 
El fuego que a natura
de vida ardiente inflama,
¡no enciende, no, la llama
de la extinguida fe!
 
¡Sufre los aquilones,
oh árbol afortunado,
que a restaurarte – tras su soplo helado –
el dulce aliento del Favonio esperas!
Cuando esa, que depones,
pompa gentil te restituya Mayo,
y tus flores primeras
broten del sol al fecundante rayo,
la triste lira mía
no templaré para cantar tu gloria,
ni una insana memoria
vendré a abrigar bajo tu copa umbría...
 
Mas pueda entonces, pueda,
rica de aromas, de verdor y flores,
(¡esta esperanza a mi dolor le queda!)
sombra prestar a mi sepulcro frío...
Y cuando torne el aquilón impío
a marchitar tus plácidos colores,
las ramas melancólicas inclina
sobre mi humilde losa;
y en hora silenciosa,
–cuando la noche lóbrega domina
las lánguidas esferas,
y esparce su narcótico beleño–
que tus hojas postreras
giren en torno, y a mi eterno sueño
con lúgubre murmullo
benignas den el postrimer arrullo!

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