Augusto E.

Metamorfosis

Una simple cuestión de tiempo

–No sé cómo expresar mi descontento. La vida me desprecia y yo desprecio la vida. Somos enemigos mortales, Jezabel. Y aún así él, como fiel enemigo, no ha encontrado la manera de darme muerte. Pienso que, como en toda buena historia, está buscándome una digna muerte pero quién sabrá. Estoy jugando con cuchillos al decírtelo, uno no va contando estas cosas a extraños así con tanta soltura. Pero a lo largo de los años te agarré confianza.- dijo Ismael.
Jezabel: ¿Qué pavadas decís? No consiento ese tipo de pensamientos, querido. En lo inmediato porque no creo que tanto la vida como la muerte siendo contiguas puedan determinarse una a la otra. Tanto así como que dijera que Dios dirige los trabajos del Diablo.
Ismael: –Ay Jezabel, Jezabel. Porqué para los humanos todo tiene que ser blanco o negro. Dejemos de autoflagelarnos con mentalidades tan infantiles. Dios es tan déspota como el diablo, dictadores de su propio mundo, manipuladores y asesinos. La muerte como amante de lo tortuoso y de lo macabro entrega la chance de elegir a la vida como en un juego donde somos los peones. Donde somos quienes menos movimientos tienen y más rápido se pierden. Recuerda, en todo juego del azar es el rival quien te mata pero es uno mismo quien se sirve en bandeja.
Jezabel: –Ya cariño, mejor iré a lavar mi rostro en el zaguán y retocarme para esta noche. Que la vida no me mueve como peón, más bien me arrolla.
Ismael, acongojado,: –Mi amada Jezabel siéntate conmigo, no necesitamos caretas para disfrutar de nuestra compañía. Tenemos todo lo que necesitamos acá, en esta bodega para olvidarnos de que envejecemos.
Con un gesto de rechazo dijo Jezabel: -¡Ay Ismael, serás terco! El vino no me va a hacer más joven ni tu amor va a volverme menos miserable. Hace tiempo no salimos de casa y los vecinos fueron cordiales al invitarnos a su cena. Su hija se gradúa, la menor, tan chiquitita la recuerdo jugando con nuestro hijo
Ismael, descontento por hacerle recordar de la niña, dijo: –Sí, recuerdo a esa mocosa. Enamoraba a todos los del barrio para que le compraran cosas. Esa misma niña asintió su adolescente cuerpo sobre mis petunias para que un potro la sometiera sin ton ni son en nuestro jardín, mi amor. Si no lo recuerdas, te puedo asegurar que mis plantas fueron testigos de  esa Venus colegiala.
Jezabel: –Desde pequeña fue un a gran emprendedora. No seas cruel con la pobre, libertad o libertinaje, eso fue hace meses querido.
Ismael: -¡Pobres mis calzones! Sus padres son acreedores de 300 acres en el sur y tienen acciones en la Bolsa de Santa Fe, válgame Dios mi amor, no ves que muero a cada momento y tan solo quiero estar cómodo en mi sillón en caso de que fenezca?
Jezabel: ¿Fenecer? Vos no vas a fenecer antes de que yo lo diga. Con su mirada atenta en el espejo, levantó su voz al decirlo, para sonar concisa y resuelta.
Ismael le dijo, mirando hacia el espejo: –Por supuesto, Dios sigue tus órdenes, cariño. Se mofó de Jezabel revolviendo la mano izquierda hacia adelante con un ademán de servidumbre y se arrellanó nuevamente en el sillón. –Murió soltero el muy desdichado– mencionó.
Jezabel: –Si murió, fue por eso, la soltería, con una mujer testaruda y con tesón a su lado... –dijo ella mientras desempolvaba una esponja que apoyaba en las mejillas frente al espejo, luego se dio vuelta y agregó –se habría mantenido con vida.
—Hoy estás muy graciosa—dijo Ismael mientras se levantaba del sillón y tomaba el bastón de caoba que tenía pendiendo junto a la asadera. Removió unos objetos en el suelo y levantó las alpargatas. –Vamos, voy a prepararme para la velada ¿Te dijeron qué tienen pensado cocinar?-.
–Cerdo con salsa de zanahoria y guarnición, supongo que podrás disfrutar un poco– comentó ella sabiendo que su esposo, como fiel judío, no podía saborear el grueso corte de cerdo y dijo –Tengo preparada una vianda para vos cerca de la estufa. Solo hay que recalentarlo–.
Ismael: –Comida recalentada, qué precioso gesto– se acercó al espejo mirando a su esposa que se colocaba un hermoso vestido azul con detalles florales, le besó el hombro derecho y se dirigió a la habitación.
Mientras caminaba por el pasillo, Ismael comenzó a sentir una fresca brisa alrededor de su cuello y todo dentro de la habitación se tornó borroso a la vista, su mano temblaba mientras él hacía esfuerzos por sostener el bastón, que se sacudía involuntariamente. Aquella insestabilidad trascendió al resto de su cuerpo mientras que un fuerte dolor en el pecho como la patada de un caballo, le impidió seguir de pie. Masculló unas cuantas palabras antes de llegar al suelo y vio una sombra extrañamente oscura acercarse desde las escaleras. Gritando su nombre “Isma, Isma”. Que quiso responder y no pudo.
Al despertar, observó una pequeña luz viniendo de arriba, entonces sintió fuerzas descomunales que comenzaron a empujarlo hacia ella. Arrastrando su cintura, dos entes lo toman desde las piernas. Mientras atravesaba la membrana de luz, pudo sentir cómo su pasado le abandonaba. Su bella Jezabel, su hijo querido,- soldado del ejército, los amigos del club de bochas y sus padres que fallecieron hace 30 años, ahora estaban más vivos que nunca en su memoria pero la memoria lo abandonaba y en la confusión entendió algo nuevo, al principio le dio miedo pero al dejar de preguntárselo, asumió la realidad, estaba creciendo su ignorancia.
“Una fiesta de verano en la playa de Punta Alta, las imprecisas rutas en auto hacia las casas de campo del abuelo, con asador, quincho y un lago, pasearse semidesnudo por la casa cuando no había nadie, venerar a los padres de cristal, aquellos que pueden ser el fiel reflejo o simplemente romperse, el miedo inentendible hacia la masturbación y las travesuras nocturnas, libre exploración del cuerpo propio o ajeno, el sexo como descargo; la primera vez por rebeldía y desinterés, la segunda por amor de juventud, repleto de besos y abrazos, caricias en la mañana, trabajo en la noche y planes a futuro, la familia esquemática, dos hijos, un perro; una casa con vallas blancas y el pasador. Los viajes a Brasil en verano, a la casa de campo en invierno y los cuatro juntos, durmiendo bajo el mismo techo, llevar al parque a los niños, luego a la escuela y finalmente al colegio, donde ya aprenden que pueden llevarse solos, cargan con su sombra. El trabajo nuevamente. Las promociones, los ascensos, oficinas atareadas, el jefe de mi jefe llama; atiende mi secretaria. Reumas. Reunión, bonos de jubilación y pensión retributiva por el servicio. La pérdida de mi hija, Anita, en manos de las adicciones. La culpa, el arrepentimiento, el alejamiento. La familia rota. El mal desempeño laboral. Jubilación adelantada. Ahora mi niño me lleva a casa. A una cárcel que yo mismo construí para mis alas envejecidas”
Aunque intentaba guardar esos recuerdos, todo escapaba. No recordaba mi nombre, ni quién era. Si acaso fue más que este cuerpo impreciso en medio de la nada.

Entre las manos de aquel hombre que se veía como un gigante de bata blanca, entendió que donde un hombre reconoce su origen, se desplaza a la mar sin final ni compromisos previos. Fuimos niños correteando por las veredas y rincones, nos abrimos paso con el poder de nuestras manos y desvestimos... Sin querer... por placer, los secretos que nos eran esquivos. Ahora, mirando al mar siente el frío latente en su pecho y una vibración que recorre su cuerpo, quiere vomitar su cerebro en espera de uno nuevo. Entonces, precisamente en su cerebro, como cinta de negativas observa su vida por última vez.
–¿Qué queda? ¿Qué vale la pena? Estas fueron tan solo vacaciones de primavera,      que ni siquiera recuerda bien– se dijo Ismael, o quien sea él ahora.
El cuerpo se estremece por la brisa y el salitre. Cada vez más fríos, los dedos se tensan.
Ya no se escuchan los crujidos de la tierra o los ruidos de pies descalzos. El agua calma se funde con el cielo y bañan los ojos. Humedecen los labios y acarician el cabello, le invitan a soltarse. A dejarse caer. Con un “Ya fue suficiente” que le convence de hacerlo.
Ismael dejó de pelear, se concentró en la nueva vida, una existencia permisible para él. Un mero niño que lloró. Lloró como nunca antes por Jezabel, por su hijo y por sí mismo. Pero no lo sabía.

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