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Ángela M. Zaldívar

Tribunales de mujeres para juzgar delitos cometidos por las de su sexo

Señora presidenta, señoras y señores:

Por estimar, no sé si acertada o erróneamente, que este Primer Congreso Nacional de Mujeres no es más que un paso preliminar, una especie de crisol en el que vamos a fundir, a unificar las opiniones y aspiraciones de todas las mujeres que luchan, piensan y trabajan en beneficio de la Patria, de la colectividad y de la familia, algo así como un ligero cambio de impresiones al que venimos, más que a otra cosa, a recoger indicaciones para con ellas formar nuestras orientaciones del futuro, así como por la cortedad de espacio y tiempo de que disponemos, me veo obligada a no plantear en sus verdaderos términos ninguno de los problemas que nos afectan y que, por su trascendental importancia, creo requieren—para ser planteados y estudiados con la amplitud que merecen—no la brevedad de lo que es casi una improvisación, sino un largo y meditado análisis y un espacio de tiempo mucho mayor que el que tenemos.

En tales condiciones, no puedo decir que he elegido uno de los temas de este Congreso, sino que voy a limitarme a hacer algunas consideraciones sobre la necesidad de formar tribunales de mujeres para juzgar a las mujeres delincuentes, tratando el asunto desde el punto de vista de la delincuencia femenina entre nosotros, sin más elementos que los tomados de mi experiencia personal, indicando solamente, sin entrar en un estudio detenido, sus causas, las reformas concomitantes que esa innovación exige y la obra social que en ella toca realizar a la mujer, y si estimáis que estas indicaciones merecen ser recogidas y estudiadas y con el resultado de ese estudio hacéis vuestras esas reformas, me sentiré satisfecha de esta siembra a voleo que he venido a hacer entre vosotras.

Como decía, para tratar este problema no voy a acudir más que a los datos de mi experiencia personal en el ejercicio de mi profesión, de esta profesión que tan en contacto nos pone con esa pobre humanidad doliente, tan desprovista de medios económicos como de altas virtudes morales y que tan necesitada está de toda nuestra caridad y protección.

Estos datos no son, por tanto, más que un producto del medio en que vivimos y que muchas veces desconocemos y no tienen otra preparación que la de haber estado latentes en mi cerebro cada vez que uno de esos cuadros de intensa psicología, cada vez que la desnudez de un alma femenina se ha ofrecido a mi análisis con toda su gama inextricable de sentimientos y pasiones, dejándome muchas veces la impresión profunda y duradera que debe sentir el médico ante la desnudez de un cuerpo de mujer, sorprendentemente bello y exquisitamente arménico, cubierto de una de esas lepras de difícil o imposible curación.

Yo, como el médico, reconociendo la impotencia de mi propio esfuerzo, he inclinado tristemente la cabeza ante lo irremediable; pero también como el médico he sentido nacer en mi corazón el deseo, la necesidad, el ansia de estudiar la enfermedad y de buscarle remedio.

El delito, en abstracto, no es obra de la casualidad; es un efecto, el resultado de causas anteriores cuya infinidad puede reducirse a tres grandes grupos: la naturaleza, el individuo y la sociedad.

Sabemos que la naturaleza influye de manera tan decisiva en el individuo que hoy se llegan a demarcar zonas, regiones, épocas, etc., en que se cometen determinados delitos.

El individuo es un producto de su medio, el que por una ley biológica tiene que adaptarse so pena de desaparecer.

Yo no creo, como Rousseau, que el individuo nace bueno y que es la sociedad que lo corrompe. Estimo que el individuo en ocasiones nace sano y en otras viene a la vida, como dice el ilustre Varona, “dañados por vicios de conformación, infeccionado por virus de predisposiciones funestas”, con infinidad de anomalías orgánicas, atávicas unas, morbosas otras; con signos físicos degenerativos como la plagiocefalia, asimetría, dilatación pupilar, epilepsia y otros de orden psíquico, cuya lista sería interminable. Y así como la naturaleza modifica el organismo físico del individuo, la sociedad modifica su yo moral e intelectual hasta el extremo de convertirlo, en la mayoría de los casos, en una blanda arcilla que modela al volar de su capricho.

Estudiados estos antecedentes del delito desde un punto de vista genérico, voy a referirme concretamente a la delincuencia femenina.

En general y de acuerdo con los datos de nuestra estadística criminal, podemos decir que la mujer cubana no presenta ninguno de los caracteres del delincuente nato. No tenemos delincuencia femenina—al menos yo no la conozco—entre las mujeres educadas en ciertos medios morales y culturales y que están a cubierto de las necesidades económicas. Es este un dato estadístico sobre el que quiero llamar la atención por las conclusiones a que nos lleva.

Entre las mujeres de la clase media, educadas en ambientes morales saludables, la mujer solo delinque cuando la fuerza avasalladora de la pasión, colocándola en las fronteras de la locura, borra en ella todo, absolutamente todo, hasta la conciencia.

Entre las mujeres de la clase pobre, entre esa triste y desvalida clase que tanto necesita nuestra ayuda, en que los padres no pueden atender a formar el corazón de sus hijos porque les falta el tiempo para ganar el sustento que los mismos necesitan, en los casos que conozco por experiencia propia he observado una especie de simbiosis particular, espiritual y morbosa, en que la bacteria generadora del delito ha sido la prostitución.

Estos resultados, así como aquel dato estadístico sobre el que llamé vuestra atención, nos demuestran que la educación moral e intelectual unida a las necesidades económicas cubiertas, impiden la delincuencia femenina, que, sin embargo, solo se presenta por motivos pasionales o en virtud de esas otras múltiples causas a que ligeramente me he referido y de las cuales el propio delincuente es el menos responsable.

Yo creo con las mujeres de esta Federación que es necesario formar tribunales de mujeres para juzgar a las mujeres delincuentes; pero creo necesario, indispensable, para que esa reforma tenga un resultado efectivo, modificar al mismo tiempo nuestro Código Penal y para hacer tal afirmación me baso en dos razones: la primera, que nuestro Código, arcaico y antihumano, no está inspirado en los principios de otras ciencias que le son indispensables; la segunda, porque si bien yo no acepto las diferencias cerebrales que en contra de la propia Anatomía señalan algunos autores entre el hombre y la mujer—diferencias que siempre me han parecido vanidades de hombres más que doctrinas de sabios—en cambio creo que dentro de la Psicología y la Psiquiatría—que han profundizado más que la propia Fisiología—si existen diferencias psicológicas notables entre uno y otro sexo, no en lo relativo a la inteligencia que, aunque en general pueden tener características contrarias, son fundamental y sustancialmente idénticos, pero si dentro de la esfera sensitiva, que es donde somos fundamentalmente diametrales.

Existiendo, pues, esas diferencias en la psicología sensitiva, en nuestros tonos afectivos, y siendo indispensable, para juzgar a un delincuente, colocarse en su mismo estado subjetivo—como decía aquella alma grande y generosa, aquel espíritu selecto y privilegiado, aquel maestro dilecto y exquisito que se llamó José A. González Lanuza, yo me pregunto: ¿Pueden nuestros tribunales colocarse, suplantarse, representarse siquiera el estado subjetivo de un delincuente femenino cuando desconocen esa compleja psicología que les es muchas veces incomprensible?

Yo creo que sólo un alma grande de mujer, capaz de sentir y, por tanto, de comprender todas las sutilezas y complicaciones de la psicología femenina, puede llegar a darse cuenta de ese estado subjetivo en el que la ley quiere que nos coloquemos para juzgar a un semejante.

Pero permitidme ahora una observación. ¿Resolveríamos el problema con sólo esa reforma? Yo entiendo que sería mucho, pero no bastante.

Ante el caso concreto de un delito, ¿podemos hoy, con arreglo a nuestro Código, tener en cuenta todas las doctrinas de la casualidad (sic)? ¿Están todas ellas comprendidas en sus eximentes, atenuantes o causas de no imputabilidad? ¿Ha sido informado nuestro Código por las modernas doctrinas que le suministran otras ciencias como la Medicina, la Psiquiatría, la Patología, la Antropología, la Sociología, la Paidología, la Psicología, etc.? La mayoría de estas doctrinas, como todas vosotras sabéis, son posteriores a la promulgación del Código Penal y sin reformar éste los tribunales femeninos se encontrarían colocados casi en las mismas condiciones que nuestros actuales tribunales, los que en muchos casos se ven en la forzosa necesidad de proceder en la misma forma que un médico que, a pesar suyo y contra sus deseos, se viese obligado a operar un tumor canceroso, cualesquiera que fuesen los resultados, porque su única misión y su único deber es aplicar la ley, cualquiera que ella sea.

Por todo ello estimo que nuestro Código Penal reclama urgentemente una amplia y humana reforma de carácter genérico y una reforma especial en sus causas de imputabilidad, para que en él se incluyan atenuantes y eximentes informadas en los datos que arrojen la psicología y psiquiatría femeninas, y pienso también que ahora que contamos con la triple ventaja de tener una Comisión Codificadora que estudia esas reformas, un inicio de régimen parlamentario que permite a los Secretarios del Despacho concurrir a los Cuerpos Colegisladores a informarlos sobre las materias de su ramo y en la Secretaría de Justicia a uno de esos hombres que yo admiro, aun más por todas sus dotes intelectuales, por sus grandes virtudes personales y por haber dedicado lo mejor de su vida a practicar el bien, silenciosa y fraternalmente, con un amplio espíritu de apóstol y de maestro; ahora, decía, que tenemos esa triple. ventaja pienso es el momento oportuno y adecuado para hacer llegar nuestra. voz hasta aquellos que pueden y deben oírnos, hasta todos esos hombres de bien que nos oirán porque ellos están identificados con nosotras en el amor inmenso de la Patria, que es la síntesis de todos los amores.

Yo tengo la firme creencia, fundada en aquel dato estadístico sobre el que os invitaba a fijar vuestra atención, de que la delincuencia femenina entre nosotros se produce por la falta de esos tres elementos a que me he referido y de que, por tanto, nos bastaría rodear a la mujer cubana de esas circunstancias para que quedase completamente cerrado esa especie de triángulo de las fuerzas, como lo llamaría un ingeniero, cuyos lados pudiéramos representar por moralidad, intelectualidad y medios económicos, porque atacando el mal en sus raíces habremos destruido necesariamente el resultado.

Y me he permitido indicar esas reformas penales con relación a la mujer, inspiradas en las fuentes que nos suministran la Psicología y la Psiquiatría, porque, si bien yo no creo en los signos físicos degenerativos—aunque si los psíquicos—sean por completo los determinantes de la criminalidad sino un complemento de la misma, ya que la delincuencia no es un producto físico sino un resultado psicológico que acusa casi siempre un gran “daltonismo moral”, como lo llaman los tratadistas, y una falta absoluta de voluntad, no me parece que sería justo ni equitativo aplicar el mismo precepto y el mismo rigor al delincuente nato, al delincuente vulgar, que al desdichad individuo (sea hombre o mujer), al pobre enfermo físico o mental, que más que castigo requiere curación, que viene a la vida infeccionado por virus atávicos, que vive en medios contaminados y a quien muchas veces agobia la miseria, la más enorme causa del delito, puesto que en tantas ocasiones arranca del corazón humano hasta la hermosa flor de la esperanza.

Si nuestro olvido, nuestro egoísmo, nuestra falta de fraternidad, o lo que sea, tiene a esos pobres seres encerrados en esa especie de circulo de hierro que no pueden romper; si nosotros, los demás miembros del conglomerado social, no hacemos nada por mejorarlos, por curarlos con un sistema adecuado y verdadero de reformatorios, con un régimen penitenciario que no los convierta en criminales empedernidos y en anarquistas que con razón nos odian, sino en seres útiles al medio en que viven y se desenvuelven,,con qué fuerza moral y en nombre de qué justicia, en virtud de qué obra regeneradora pretendemos aplicarles todo el rigor de nuestras leyes, de esas leyes que, sin embargo, no alcanzan a penar nuestra delincuencia pasiva, nuestro crimen colectivo de permitir que se consume la injusticia en nombre del Derecho y que ponen a los encargados de interpretarlas en el doloroso caso de condenar, porque es ese su deber, en múltiples casos en que su conciencia absolvería, o de absolver en otros mil en que su moral condena? Tal es, a grandes rasgos y dentro de derecho, la situación en que nos coloca nuestro Código.,Podemos, ante ella, continuar indiferente, viviendo nuestra propia vida, dejando que se aplique tal cual es, sin intentar siquiera humanizarlo, sordos e ignorantes del lacerante dolor que pasa a nuestro lado, sin una mirada de caridad para esas pobres almas destrozadas que padecen martirios que vosotras no podéis ni siquiera, sospechar, para esas pobres almas que pudieran ser buenas y útiles si la herencia, la vida y nuestra organización social no las hubiesen empujado al vicio y al delito...? ¿Podemos, decía, cruzarnos de brazos ante esos cuadros que debemos evitar y prevenir, sin que nuestro corazón estalle y nuestra conciencia se subleve...?

¡Oh!, señoras congresistas: quiero dirigirme en estos momentos, más que a nada, a vuestro corazón de mujer y os muestre el mal y el dolor segura de que combatiréis el uno y llevaréis hasta el otro la dulzura inmensa de vuestra caridad, derivando de lo uno y de lo otro la gloria, la satisfacción, el placer de haber sido las iniciadoras, de haber logrado llevar a la práctica, en el corto tiempo de vida que tiene vuestra hermosa institución, reformas altamente beneficiosas, necesarias, simplemente humanas, que, sin embargo, no habían podido cristalizar en el largo tiempo que llevamos de República. Pero no todo es obra de las leyes ni todo depende de nuestros legisladores. Esas dos reformas de que me he ocupado—la de los tribunales de mujeres y la del Código—podrán atenuar las consecuencias del delito, pero no evitarlo. Esto último—lo más arduo, aunque también lo más hermoso—está en vuestras manos: ya vosotras habéis comenzado la “reforma social de la mujer’” y conocéis mejor que yo los opimos frutos que viene rindiendo vuestra labor, una de cuyas manifestaciones más elocuentes es precisamente este Congreso.

De estos elementos estimo como básico y generador el intelectual, puesto que de él surge y se desprende el moral, como el grato y tenue aroma de esa mágica corola a la que el tiempo, lejos de marchitar, parece como si intensificase su belleza y su perfume, y porque de él se deriva también el elemento económico, puesto que la preparación intelectual y cultural permite a la mujer abandonar esa situación de inferioridad, semejante a la del más insignificante de los seres en la escala zoológica, a la de los parásitos, en que la coloca nuestra organización, obligándola a serlo del padre, del hermano, del amante o del marido.

Preparar a la mujer para la vida; ayudarla a ocupar el sitio que le corresponde en nuestra organización social; ampliar esa preparación a todos los órdenes de la actividad humana, en una palabra, reformar el medio para que él contribuya y os ayude en vuestra obra de levantamiento y regeneración social es tal vez la parte de todo este conjunto de reformas, más ardua y que más abnegación, constancia y tiempo necesita; pero es también la más importante y trascendental porque redunda de manera directa e inmediata en beneficio del hogar y de la familia, que son los verdaderos cimientos y las sólidas bases sobre que descansa y se apoya el edificio de nuestra nacionalidad.

El alma de la mujer cubana, que durante tanto tiempo ha estado alejada y excluida—hablo de la mayoría y no de las excepciones—de ese mundo intelectual y cultural que tanto eleva y ennoblece, inconsciente de sí misma, al salir de ese estado de adormecimiento semejante al de la crisálida, debe sentirse en estos momentos como esos pobres insectos alados de las Azores, a los que la violencia de los vientos de aquella región, impidiendo el ejercicio de sus alas, las hizo desaparecer en varias de sus especies.

Ayudemos a nuestras hermanas a adquirir o a desplegar las alas entumecidas de su inteligencia, que la inmensidad del tiempo y del espacio se abre ante las mismas, pues el gusano de luz del pensamiento es mariposa ingrávida que puede elevarse a su capricho, dejar la tierra y extender las alas.

Nada importan las zarzas del camino ni el sangrar de los pies en la jornada; las huellas que dejen en la ruta las gotas purpuradas servirán de guía para otras, que aún quedan a la espalda, y como un sortilegio de rocío, en la senda abrasada, cual una siembra de simientes de oro y polen de esperanzas, brotaran en lugar de las espinas de las hirsutas zarzas, jazmines perfumados y rosales, heridas que revientan en fragancias.

Lo que nuestro esfuerzo implique no estamos capacitadas para juzgarlo y debemos someternos, tranquilas y satisfechas, al fallo del futuro.

Memoria del Primer Congreso Nacional de Mujeres organizado por la Federación Nacional de Asociaciones Femeninas, La Habana, Abril 1ro al 7, 1923

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