¿Diremos que es amor hado preciso,
dura necesidad, y que si ataca
de recio a un corazón, humano aviso
de donde se atrinchera no le saca?
¿O mirando las cosas a otro viso,
decidiremos que su ardor aplaca
próvida reflexión, juicio discreto,
y que al arbitrio humano está sujeto?
El que dos toros ve, por la vacada,
darse de cuernos y escarbar la tierra,
o a espuela y pico en un corral trabada
entre dos gallos implacable guerra,
no cree que pueda equipararse nada
a ese instinto de amor que el pecho encierra,
centella etérea, elemental, prendida
en las fibras más hondas de la vida.
Mas si del amoroso paroxismo
suele calmar la fiebre, ya la opiata
de la seguridad, ya el sinapismo
de una correspondencia infiel o ingrata;
si amor violento se consume él mismo,
tibio, un soplo levísimo le mata;
si a larga ausencia, como Ovidio escribe,
o rara vez o nunca sobrevive;
si modera sus ímpetus la Ética,
si tirita sin Ceres y sin Baco,
si aquella dura disciplina ascética
que hace a el alma robusta, al cuerpo flaco,
le cierra el corazón con tapa hermética;
muy más que poderoso eres bellaco,
¡oh ciego dios! ni hay hombre que no acierte,
queriéndolo de veras, a vencerte.
Pero según la idiosincrasia varia
quiere esta enfermedad vario el remedio.
¿Tiene el paciente condición voltaria?
Récipe: un mes o dos de tierra en medio.
A un manso afecto una pasión contraria
hace que una alma altiva cobre tedio.
¿El clarín de la fama la desvela?
Es niño amor, y amedrentado vuela.
Santíguase Harpagón, cuando le guiña
una moza agraciada, pizpireta;
no que le desagrade, no, la niña;
sino que más un patacón le peta.
¿Pídenle para un chal o una basquiña?
Se siente vocación de anacoreta:
«¡Fuera!, dice, amoroso garabato;
me atengo a no pecar, que es más barato».
Mas hay amor que prende en alma dura,
y entre contrariedades crece y medra;
hay amor que ningún remedio cura,
y ni el peligro ni la muerte arredra.
Contra el roble que andamios de verdura
levanta, y la raíz en honda piedra
de un risco alpino esconde, brega en vano
proceloso aquilón que barre el llano.
Mas ¿a qué repetir lo que ya han dicho
tantos en dulce rima y docta prosa?
Quédate, Amor, en tu sagrado nicho,
y guárdate tu ciencia misteriosa.
Eres, en conclusión, un duende, un bicho,
un enigma, una cierta cosicosa
que se viene y se va cuando le peta,
y trabuca a los hombres la chaveta.
He aquí dos que se tiran al codillo
(dije mal), que se tiran al degüello;
y en la parada no les va un cuartillo,
porque la dama que es la causa dello
huye, y de más a más lleva el anillo
puesto en la boca, y sin volver el cuello,
veloz se pierde en la montaña oscura,
que aun invisible, no se cree segura.
Artes y fuerza apura en su adversario
cada cual, ya repare, ya acometa;
tíranse golpes con suceso vario;
y todo sigue en igualdad completa.
Iba a durar la fiesta un octavario;
mas heos aquí que en traje de estafeta,
montada en palafrén de blanco pelo,
llega una dama, echado al rostro un velo.
Suspensa de las armas la porfía,
descúbrese la bella viajadora,
que afligida se muestra en demasía,
y con las tiernas lágrimas que llora
temprana flor parece que rocía
el aljófar primero de la aurora.
Mirando al conde, le saluda, y ruega
que no pase adelante la refriega.
«Aunque, mujer desconocida, creo
que mi demanda estimes necia y ruda
(díjole así), lo que en tus obras veo,
de que la otorgues no me deja duda.
Vengo, señor, de allende el Pirineo
en estos tristes paños de vuda
buscando a este infelice caballero,
y que le dejes ir deberte espero».
«Contento soy (dio el conde por respuesta,
que era la flor de toda cortesía),
y aun mi persona está a serviros presta,
si fuere menester más compañía».
«Gracias te doy, le respondió modesta;
honor insigne a la verdad sería;
pero mi primo solo me acompañe,
que a tu valor más alto empleo atañe».
Y vuelta a Ferraguto, «¿Has conocido,
dice, a la sin ventura Flordespina?
Pasas el tiempo en justas divertido,
¡mísero! y ni aun sospechas la rüina
de que a darte las nuevas he venido.
Arde toda la España en repentina
guerra; tu padre está cautivo, ¡ay triste!,
y el enemigo a Barcelona embiste.
«Acaba de llegar un rey Gradaso
que le llaman señor de Sericana;
y avasallada el Asia, hoy el Ocaso
sujetar quiere a su soberbia insana.
De reyes ni de pueblos hace caso;
común azote de la especie humana,
cristiano y musulmán, francés y godo,
al bárbaro invasor le es uno todo.
«Consigo arrastra un turbón espeso
de naciones feroces y malvadas;
Marsilio está para perder el seso;
el pobre rey se da de bofetadas.
Y viendo a Falserón, tu padre, preso,
únicamente tiene en ti fundadas
sus esperanzas. Ven; postrada invoca
tu brazo España; a ti el salvarla toca».
Absorto, calla el moro, masticando
la relación de la afligida prima,
y unos pocos momentos vacilando
estuvo; al fin su decisión intima;
«A Dios te queda, dice, conde Orlando;
otra vez, site place, se dirima
la interrumpida competencia nuestra;
eres valiente, y dello has dado muestra».
Para dejar que Ferragú se ausente
el conde intercesión no necesita;
antes a la Fortuna interiormente
las gracias da, que estorbo tal le quita.
Cambia Orlando la guerra antecedente
por la que dentro el pecho amor excita,
y tras la fugitiva mueve el paso,
mientras va el moro en busca de Gradaso.
Convoca en tanto Carlos a gran prisa
su regia corte, y sobre el mal que aflige
al Occidente, en puridad se avisa,
y a este modo discurre: «Lo que exige
de Nos la tempestad que se divisa
en la vecina España, se colige
de aquestas dos razones: la primera,
que el rey Marsilio es deudo nuestro, y fuera
«mancilla que el honor real no admite,
en tamaño peligro abandonalle;
y la segunda, que si Dios permite
que a España ese rey bárbaro avasalle,
sin aguardar licencia ni convite
sobre la Francia se vendrá, y ahorralle
el viaje es convenible y cumplidero;
ca da dos veces el que da primero.
«Y pues la fe y honor os es patente
del ilustre barón de Montalbano,
nombrarle hemos juzgado conveniente
capitán del ejército cristiano».
Habiendo dicho así, solemnemente
el militar bastón le puso en mano.
Arrodillado el paladín lo aceta,
y una oración pronuncia asaz discreta.
«Seguirán, dice Carlos, tu estandarte
hombres cincuenta mil, gente de brío;
y para más cumplidamente honrarte,
y demostrar lo que en tu espada fío,
quiero también gobernador nombrarte
del Lenguadoc y cuanto baña el río
Garona; obedeciéndote Burdeos,
Rosellón y los montes Pirineos.
«Mira, añadió abrazándole, hijocaro,
mira que te encomiendo mi corona».
Contéstale Reinaldos: «El amparo
de los cielos me falte, si ambiciona
premio mi pecho, más ilustre y claro,
que el consagrar mi espada y mi persona
a tu gloria, y que ceda, mientras vivo,
en honor tuyo el que de ti recibo».
Dice, y los pies le besa, y se despide,
y la corte le da la enhorabuena.
Él lo cortés con lo valiente mide,
y a todos honra y de favores llena.
Con la celeridad que el caso pide
lo necesario a la partida ordena,
e incontinenti pónese en camino,
de Ivón acompañado y de Angelino.
Todo el que sabe de armas y de guerra,
luego que esta partida se pregona,
deja por ir tras él su casa y tierra,
como a quien tanto su gran nombre abona.
Pasado han ya lo estrecho de la sierra,
y en poco tiempo llegan a Gerona,
adonde el viejo rey se ha retirado,
dando a Grandonio el cargo del Estado;
Que teniendo cercada en crudo asedio
a Barcelona la enemiga hueste,
de salud le parece único medio
en el estado de las cosas este;
mas crece el mal, y no se ve remedio
que en situación tan apurada preste;
casi se trata de acordar la entrega,
cuando con Ferragú Reinaldos llega.
Como en la tempestad al marinero
que ya la tabla náufraga apercibe,
cuando más brama el piélago altanero,
mudado el viento, el ánimo revive;
cual lámpara que al dar el postrimero
destello, nuevo pábulo recibe,
tal de Marsilio entonces la abatida
moribunda esperanza torna a vida.
Llegan al mismo tiempo Balugante,
Isolero, Espinela, Matalista,
Serpentino, y el bravo rey Morgante,
a repeler la bárbara conquista.
El califa de España, el Almirante,
y Falserón, con otra larga lista
de nombres que por no cansar no escribo,
cuál era ya difunto, y cuál cautivo.
Porque Gradaso, aquel desaforado
rey de la populosa Sericana,
habiendo las dos Indias subyugado
y aquella ínsula grande Trapobana,
los persas y los árabes domado,
y de los negros la región lejana,
y la mitad del mundo, finalmente
desembarcó en España con su gente.
Multitud de naciones conquistadas
le siguen, belicosas y salvajes,
blancas, rojas, morenas, y tiznadas,
de varios climas, lenguas, armas, trajes.
Príncipes sólo y testas coronadas
le sirven de escuderos y de pajes;
valeroso, incapaz de felonía,
pero altivo, arrogante en demasía.
Cubre a la infausta España la avenida
de tanta horda terrífica, sañuda.
Marsilio, que la cree casi perdida,
no sabe a qué lugar primero acuda;
y Barcelona misma es reducida
a tal extremo, que aun Grandonio duda;
pues día y noche el sitiador la estrecha,
y se halla a punto de batirla en brecha.
Abraza, haciendo extremos de locura,
a Ferraguto el viejo rey Marsilio.
«Aunque imploraba ya la sepultura,
dice, con el vivir me reconcilio;
que tengo la victoria por segura
con tu asistencia y el cristiano auxilio».
Ferraguto le da respuesta breve:
que hará lo que acostumbra y lo que debe.
Mientras de la defensa agota el arte
Grandonio, con la Cruz la Media-luna
forman bizarro ejército, que parte
a probar en el campo la fortuna.
En brigadas la gente se reparte;
señálase caudillo a cada una;
y rige Serpentino la primera,
que combatientes veinte mil numera.
Cincuenta mil conduce a la pelea
Reinaldos; no le falta un solo infante;
Matalista a su vez capitanea
quince mil; va a su lado el rey Morgante;
luego otros tantos de hosca raza y fea
gobiernan Isolero y Balugante;
y sigue a todos la aguerrida banda
de treinta mil que Ferraguto manda.
Dirige el rey Marsilio la postrera
de treinta y cinco mil bravos peones.
La fuerza tal, y tal el orden era
de las seis coligadas divisiones.
El sol en los arneses reverbera;
de polvareda espesos nubarrones
álzanse, y en el polvo y los reflejos
los conoció Gradaso desde lejos.
Llamando a cuatro reyes de corona
Brutarroca, Grancoda, Urnaso y Berra,
«¡Hola!, dice, batidme a Barcelona:
cuidado que hoy sin falta venga a tierra;
no hay que dejarme a vida una persona;
solamente a Grandonio en esta guerra
vivo me cogeréis; metedle en hierros,
que a lidiar quiero echarle con mis perros».
Cada cual de estos reyes conducía
de los campos del Indo y los del Ganges
guerrera innumerable infantería,
de arcos armada, de hondas y de alfanjes;
y cubren, en lugar de artillería,
uno y otro costado a las falanges
doscientos elefantes nada menos,
que altos castillos cargan, de indios llenos.
Cual ondas forma con el raudo viento
la grama de una vasta pradería,
comienza a rebullir el campamento,
y con el polvo se oscurece el día.
El Serícano dice: «En el momento
quiero que venga a la presencia mía
ese gigante rey de Trapobana
que monta una jirafa por alfana».
No se vio rostro de tan fiera guisa
como el de este jayán nombrado Alfrera.
«¡Hola!, dice Gradaso, date prisa;
ve, feo monstruo, hacia la azul bandera
que tiene estrella de oro por divisa;
sabes, si no la traes, lo que te espera».
Y encarado a otro rey que cerca estaba
y Faraldo de Arabia se llamaba,
«Hazme al barón de Montalbán cautivo,
dice, y el estandarte galicano,
y en él haz modo de envolverle vivo,
y de traerme su corcel a mano;
no dejes que Bayardo fugitivo
se te escabulla, malandrín villano;
pues sabes que salí de Sericana
por ganar a Bayardo y Durindana».
Luego a Framarte, rey de Persia, ordena
que a Matalista prenda y a Morgante.
Al rey de Nubia, Orgón, que tiene llena
de verrugas la cara y es gigante,
«Ensartarásme en una gran cadena
con Isolero, dice, a Balugante».
Al cual Orgón la carne recia y dura
servía de vestido y de armadura.
Al gigante Balerza luego manda
(que tiene el morro tres pulgadas grueso
y monta un elefante) ir en demanda
de Ferraguto, y que le traiga preso.
El pueblo Sericán sin armas anda,
como en expectativa del suceso;
que sólo con su rey al campo sale,
y cuando el riesgo o la ocasión lo vale.
La franca en tanto y la española gente
provoca al enemigo a la batalla,
y marcha, a sus caudillos obediente,
en orden tal, que es un placer miralla.
El campo, de la aurora al occidente,
cuajado está de espesa gentüalla
hasta la mar, y apenas uno sabe
dónde la que después va entrando cabe.
Uno y otro enemigo es sarracino,
menos el buen señor de Montalbano,
y ya está el uno al otro tan vecino,
que se pueden herir tirando a mano.
Llega con Espinela Serpentino,
y embiste al populacho Trapobano;
por ambas partes pavorosa, horrenda
alharaca preludia a la contienda.
El discorde sonar de tamborones,
de trompa, de añafil y chirimía,
hace una confusión de confusiones
que cosa del infierno se diría.
Serpentino, apretando los talones,
al rey de Trapobana acometía;
aquel de quien se ha dicho y se repite
que en lo disforme parangón no admite.
Blandiendo va el gigante gruesa viga
que mástil pudo ser de una fragata;
nada le estorba escudo ni loriga;
de cada golpe a tres o cuatro mata.
Serpentín, que temor jamás abriga
(del coraje español era la nata),
arremetió; mas golpe tal le toca,
que cae vertiendo sangre por la boca.
Pasó de largo la fantasma fea,
con la gran viga abriéndose ancha plaza,
y donde el estandarte azul ondea,
en el pobre Espinela hizo tenaza;
como por diversión le zarandea,
terciada en tanto la robusta moza;
echando luego a la bandera mano,
le envía envuelto en ella al Sericano.
Reinaldos desde lejos vio la fiesta
de Serpentino y de Espinel gallardo,
y no le pareció ser hora ésta
de venir con su gente a paso tardo.
Dejándosela toda en orden puesta,
a sus hermanos manda Ivón y Alardo
sigan con ella, mientras él avanza;
embistiendo al jayán bajó la lanza.
Aunque no le hizo sangre, que cubierta
lleva de cuero de orca la loriga,
del golpe que le da le desconcierta,
y echa a rodar jayán, jirafa y viga;
desenvainando entonces a Frusberta,
carga sobre la cáfila enemiga;
rompe las filas, acuchilla, mata,
y cuanto encuentra arrolla y desbarata.
Tras él la división cristiana vuela,
y sobre el enemigo da de lleno.
Viendo la suya que a la fuga apela,
está el gigante Alfrera hecho un veneno;
mas le cumplió también hincar la espuela,
creyendo que el negocio no iba bueno;
y en pos corrió de la fugaz canalla,
no sé si a detenella o si a imitalla.
Brazos cortando y pechos y cabezas,
no da vagar Reinaldos a la espada;
los trapobanos rompe y hace piezas;
hubo a quien rebanó de ijada a ijada.
Corriendo van por riscos y malezas,
como de cabras tímida manada;
caen, como en la siega las espigas,
los mutilados cuerpos y lorigas.
Pero recuerde ahora que es Reinaldo,
que quieren los de Arabia entrar en danza.
Él, para más honrar al rey Faraldo,
de parte a parte le pasó la lanza;
y luego a los demás da el aguinaldo
abriendo a quién el pecho, a quién la panza;
y dellos hubo a quien de un solo tajo
la gran Frusberta hendió de arriba abajo.
Cúbrese de cadáveres el llano,
que hacen a los que lidian parapeto;
el que puede escapar lo hace temprano,
no le pesque Reinaldos el coleto.
Va Ivón, Guiscardo va tras el hermano,
y Alardo y Angelino y Ricardeto;
y Serpentín, con fresco aliento y fuego,
vuelve otra vez al azaroso juego.
Iba en derrota el árabe, y caía
un dromedario aquí, y allá un camello,
cuando en su yegua tártara venía
Framarte, rey de Persia, sin resuello,
que por probar la lanza se moría
del buen Reinaldo, y se salió con ello,
pues en la lanza el paladín le ensarta,
y fuera se la echó más de una cuarta.
Reinaldo, sin hacer de aquello cuenta,
pasa adelante impávido y sañudo;
parece un rayo en noche de tormenta;
más que mortal le estima el pueblo rudo.
Y Orgón en este punto se presenta,
que va, como un bergante, a pie y desnudo;
pero desnudo así y a pie y bergante,
nadie le ve llegar que no se espante.
Tiene de modo tal la piel curtida,
que el hierro apenas la penetra o taja,
y con el tronco de una haya erguida
terriblemente a los contrarios maja.
Viole Reinaldos; pero vio en seguida
la turba que con él al campo baja
de atezados vasallos; con que suena
a replegar, y su brigada ordena.
Y mientras como próvido consulta,
y qué partido tome delibera,
torna a la lid la densa turbamulta
de trapobanos que dirige Alfrera;
y volviendo la cara, ve que oculta
grande espacio de campo otra tercera
hueste, que viene por diversa parte
siguiendo de Balerza el estandarte.
Éste unos gritos da descompasados
con que a los más intrépidos azora;
Alardo y Argelín medio turbados
estiman que cejar conviene ahora.
Reinaldos dice: «Estáis equivocados;
aguardad, compañeros, media hora,
media hora, no más, que media basta
para acabar con esta infame casta».
Los dientes con terrífico rechino
Reinaldo aprieta y contra Alfrera parte.
Pero nuestro jayán, que era ladino,
como le vio venir, se fue a otra parte;
lo que puso a Reinaldos tan mohino
que aguijando a Bayardo, tunde, parte,
desbraza, descabeza a cuantos topa
y hace pedazos la enemiga tropa.
Marsilio ve la gran nubarronada
de huestes que en el campo se congrega,
y envía a Ferraguto una embajada,
que se apresure a entrar en la refriega.
La batalla hasta aquí no ha sido nada;
ahora sí que en porfiada brega
hasta lo sumo el brío se acalora;
lo apurado, lo crítico es ahora.
Porque Reinaldos de diversos modos
sarracenos despacha, que es un gusto;
chorréale la sangre por los codos;
y a los más alentados pone susto.
Y al mismo tiempo van llegando todos
los de más nota; Ferraguto adusto,
Matalista, Isolero, Balugante,
y el fortísimo príncipe Morgante.
No sé decir si fuese ardid o fuerza,
que Don Turpín se lo ha dejado in petto;
lo que no tiene duda es que Balerza
se metió bajo el brazo a Ricardeto.
Pugna el mancebo mísero y se esfuerza
por desasirse; mas con poco efeto;
va Ivón tras él y Alardo y Angelino;
Balerza por los tres no da un comino.
Por otra parte Alfrera ha levantado
a Isoler de la silla y se lo lleva.
Ferraguto lo vio; mas no le es dado
que un solo paso su corcel se mueva
contra la gran jirafa, que, espantado,
sobre los pies el cuerpo al aire eleva,
y responde a la espuela y a las voces
dando bufidos y tirando coces.
Sólo el brutal Orgón a nadie pilla;
despachurrar le gusta únicamente;
en derredor, por más de media milla,
toda despavorida huye la gente;
que allí no vale lanza, no cuchilla,
ni el ser diestro aprovecha o ser valiente;
él rompe a un tiempo escudos, armas, huesos;
a borbotones saltan sangre y sesos.
Pero ninguno a compasión excita
a par de Ricardeto, que hecho presa
de aquel otro gigante, «Hermano, grita,
a Ricardeto acorre, date priesa».
Oyó Reinaldos la doliente cita;
y vuelto, ve lo que de ver le pesa,
o por mejor decir, lo que en tan grave
ira le enciende, que de sí no sabe.
Tanto el hermano al bello mozo ama,
que dar por él la vida estima en poco,
y al verle en brazos, no de alguna dama,
sino de aquel jayán, se vuelve loco.
Mas otro asunto la atención me llama,
y yo la vuestra juntamente invoco.
A Barcelona voy, que la tenemos
reducida a los últimos extremos.
El que por dicha ignora dónde sea
de los horrores de la guerra el centro,
una ciudad acometida vea,
el enemigo fuera, el hambre dentro.
De cuanta desventura alguna idea
formarse pueda, allí la suma encuentro;
ni la fama otro cerco relaciona
que se compare al tuyo, Barcelona.
Por do sus torres en la mar se miran,
la baten sin cesar mil galeones;
y en derredor por la campaña giran
de aquellos reyes indios las legiones,
que con ballestas, arcos, hondas tiran,
o sobre el hondo foso echan pontones,
o con enteros árboles lo ciegan,
y ya a la basa de los muros llegan.
Dónde arriman escalas, dónde avanzan
morrudos elefantes a docenas,
que sus torres altísimas balanzan
de ejercitados guerreadores llenas,
que saetas, venablos, piedras lanzan,
batiendo a caballero las almenas,
mientras la poderosa catapulta
con recio embate a la muralla insulta.
Coronan los sitiados la muralla,
y peñascos de enormes dimensiones
hacen caer de arriba, y cuanto se halla
a mano; hasta columnas y artesones.
Esotros cuerpo a cuerpo dan batalla,
y en vez de parapetos y bastiones
sus propios pechos a la lid presentan,
y al enemigo de la brecha ahuyentan.
Descuella sobre todos la figura
de Grandonio, y ya firme está, ya corre;
cuantos hay medios de defensa apura;
a un tiempo manda, riñe, ofende, acorre;
las almenas le dan por la cintura;
semeja desde lejos una torre.
Dijérades al ver su porte y traza
que basta él solo a defender la plaza.
A diestra y a siniestra peñas tira,
y a cada tiro aplasta un elefante.
En tropas la indada se retira,
invocando a Mahoma y Trivigante.
Infelices de aquéllos do la mira
pone el jayán, de estragos anhelante;
que avienta como paja las escalas,
y a los que pilla hace volar sin alas.
«¡Cobardes! ¿el hüir qué osaprovecha,
si os esperan aquí nuestras espadas?,
dicen los reyes, asaltad la brecha»;
y empújanlos a coces y a puñadas.
Grandonio encima hirviente pez les echa,
y líquido alquitrán a calderadas.
«Así, diciendo, adobo yo, belitres,
el yantar a los canes y a los buitres».
Hinchen el aire, asordan los oídos
en varias lenguas dísonos acentos,
el triste lamentar de los heridos,
y el son de los marciales instrumentos;
doquiera dolorosos alaridos,
imprecaciones, votos, juramentos;
doquiera espanto y confusión se advierte,
y el furor en mil formas y la muerte.
Al mismo tiempo el horroroso estrago
del hambre el vulgo en Barcelona siente,
que macilento y por las calles vago,
mendiga el pan con que el vivir sustente.
¡Cuánto el anciano endeble que al amago
de la Parca con pulso intercadente
y lento afán se rinde, cuánto envidia
al que perece en la sangrienta lidia!
Con mustio labio el falleciente hijuelo
los pechos de la madre exprime en vano,
que la lívida cara eleva al Cielo,
desamparada de socorro humano.
Crece continuamente el ansia y duelo,
y de hora en hora aguarda el ciudadano
ver de la patria la fortuna extrema,
el saco horrible y la matanza y quema.
Pero, por Dios, dejemos este asunto,
y dejemos también, si os acomoda,
a los indianos reyes, que ya a punto
tienen la gente que gobiernan toda;
tanto, que a una señal de aquel trasunto
de Satanás, el pardo rey Grancoda,
cubren dos mil escalas la muralla,
y sube como hormigas la canalla.
Mudemos en efecto de sujeto,
que pensar no me deja en otra cosa,
y a decir la verdad, me tiene inquieto
la tremenda, la crítica, azarosa
aventura del pobre Ricardeto,
que, si gente le sigue valerosa,
se va con él Balerza sin embargo,
y lleva el elefante a un trote largo.
Bien que como Reinaldos se aproxime,
tiene que detenerse a su despecho.
Ni por eso creáis se desanime,
antes le dice que placer le ha hecho.
Ferrado tronco en la derecha esgrime,
y lo maneja cual liviano helecho.
Vestido está de acero rutilante,
y ya sabéis que monta un elefante.
Por no exponer su buen corcel, se apea
el paladín; pero ¿de qué su ahínco
le sirve, o su valor, cuan grande sea,
si cuatro palmos más no crece o cinco?
Fuele inspirada una excelente idea;
un brinco da, cual suele ser el brinco
del tigre sobre el corso o la potranca;
del elefante empínase en el anca;
y al monstruo en el cogote con suceso
tan cabal embutió la hoja luciente,
que tras el casco le taladra el seso,
y hace salir la punta por la frente;
de modo que Balerza suelta el preso
y el último suspiro juntamente.
La vasta mole ensangrentada bota
el elefante, y por el campo trota.
Mudando de caballo Ferraguto,
persigue en tanto al robador Alfrera,
que por salvar la presa, al tardo bruto
que monta, incita a más veloz carrera.
Ello es que el moro se afanó sin fruto,
y que cuando al bergante herir espera,
éste, esquivando el golpe, aprieta el paso,
y se mete en el campo de Gradaso.
Tras él se cuela Ferraguto; pero
el resultado no valió la pena.
Echando en tierra al joven Isolero,
aferra el otro la fornida entena,
y moviéndola en círculo ligero,
da a Ferraguto un golpe que le atruena;
la regia servidumbre se apersona,
y a los dos españoles aprisiona.
Dice a Gradaso Alfrera: «Desconfío
que salgas de esta lid con lucimiento;
ciertamente Reinaldos tiene brío;
yo sólo el tuyo igualo a su ardimiento.
Es tu enemigo y enemigo mío,
y el alabarle no me da contento;
mas la verdad se ha de decir por fuerza:
acaba de matar al rey Balerza.
«Atravesó a Faraldo, y ha ensartado
a Framarte como una pajarilla.
Yo soy de todos el mejor librado,
y tengo dislocada una costilla.
Al verle, no hay peón tan alentado
que no eche a huir creyendo que le pilla.
Tú, si de mi verdad te satisfaces,
mientras es tiempo, mira bien lo que haces».
Rendo desdeñoso el Sericano,
«¿Conque Reinaldos, dice, es tan valiente?
¿Conque te ha dado? Bien está; me allano
a renunciar mi pretensión presente,
si no le venzo y a Bayardo gano
antes que el sol descienda al occidente».
Dijo, y por señas la armadura pide,
y el regio albergue a lentos pasos mide.
Las armas otro tiempo fabricadas
para Sansón, dos reyes le traían:
obra maravillosa de las hadas,
de azul y oro a cuarteles relucían.
Y no bien se las tuvo acomodadas,
era cosa de ver lo que corrían
los que a servirle en torno atienden; tanto
el verle aun a los suyos causa espanto.
Luego de un salto encabalgó la alfana,
que era una yegua de color retinto,
negrísima, tresalba, rabicana,
de gran correr y de marcial instinto.
Saliendo, ve a Reinaldos que rebana,
punza, degüella, troncha y deja tinto
de sangre el suelo, entre cabezas rotas,
informes cuerpos, destrozadas cotas.
El rey Gradaso le miraba atento,
como quien tiene en tales cosas voto;
luego se le dispara truculento;
es una tempestad, un terremoto;
al mismo diablo, si le diese un tiento
con la lanza, el testuz le hubiera roto.
Despavorido un repentino salto
Bayardo da de cuatro varas de alto.
De que el pagano asaz se maravilla;
mas no se cura, y sigue siempre avante.
Hileras desbarata y desparpilla;
ya están en tierra Ivón y el rey Morgante.
Ambos a dos Alfrera al punto pilla,
que tras el rey Gradaso va de infante,
y a prender, no sin pena, se da mano
todos los que derriba el Sericano.
Guiscardo al suelo va, va Serpentino,
Alardo y otros ciento en larga hilera.
Como si en sucesión a su vecino
el que primero cae, caer hiciera,
llévaselos Gradaso de camino
sin suspender un punto su carrera;
casi duda la vista sorprendida
si primero es el golpe o la caída.
Mas el barón de Montalbano ha vuelto,
que, sin apelación, probar fortuna
con el gallardo rey tiene resuelto.
Cual entra con enhiesta media-luna
bravo toro en el circo; desenvuelto,
alta la frente, llega. Ambos a una
se encaran y se embisten fieramente;
paróselos a ver toda la gente.
Fue sobre todo humano pensamiento
pavorosa, crüel la arremetida.
El buen Bayardo (a mi pesar lo cuento)
cae por la vez primera de su vida;
pero resurte y pone en salvamento
al mísero Reinaldos, que la brida
no rige ya. Gradaso, aunque la bella
alfana cae, se tiene firme en ella.
Creyendo que al negocio ha dado cabo,
dice al gigante Alfrera: «Corre y pilla
ese corcel que de ganar acabo;
jaeces nuevos ponle y nueva silla».
Mas le dejó por desollar el rabo,
que el tal corcel ya estaba a media milla,
llevando encima al aturdido dueño,
que al fin sacude aquel pesado sueño.
Y torna nuevamente a la quimera,
apenas recobrado del letargo.
Iba diciendo el socarrón de Alfrera:
«¿A quién se dio jamás tan necioencargo?»
Y como si alcanzarle no quisiera,
ya a corto, ya le sigue a paso largo,
jurando, a fe de Alfrera y de gigante,
que en tenerle a la vista hará bastante.
Mientras a los franceses divertido
está en acuchillar el Sericano,
y a cuál la vida, a cuál quita el sentido,
hiriendo a unos de filo, a otros de plano,
Reinaldos, que pensaba prevalido
de la ocasión, cascarle a salvamano,
le asaltó de costado, y en la frente
le descargó descomunal fendiente.
Mas no hay granito que se ponga al lado
de aquélla; y ved si con razón lo digo.
Como si un coscorrón le hubieran dado,
así se queda; y vuelto a su enemigo,
«Suelo dar, dice, el celemín colmado
a los que gustan de feriar conmigo».
Hácese atrás para que libre juego
tenga el robusto brazo, y carga luego.
Caló sobre el broso paladino
silbador altibajo; y por mi vida,
a no tener el yelmo de Mambrino,
ya estaba al otro mundo de partida.
Sobre el pescuezo a dar de bruces vino
de su corcel, que arranca de estampida;
y aciértalo a mi ver, porque sin eso
queda allí su señor o muerto o preso.
Tornó Reinaldo en sí; mas ¡ay! el pecho
otro más crudo golpe le traspasa;
muérese de vergüenza y de despecho;
se desespera, en cólera se abrasa.
Decíase: «Tus bríos ¿qué se han hecho?
¿qué es esto, miserable, qué te pasa?
¿eres Reinaldos? ¿tienes armas? ¿manos?
¿te han hechizado acaso estos paganos?»
Y vuelto a su caballo dice: «¡Ingrato!
dejárasme morir, que de esa suerte
honrado moriría; nunca al trato
de los hombres volvamos; ve a esconderte.
Pero ¿qué estoy diciendo, mentecato?
Volvamos a vengarnos o a la muerte».
Decir, picar, arremeter violento
al rey de Sericana, fue un momento.
Aunque en sus armas la menor falsía
no halló Frusberta aquella vez tampoco,
estrellas le hizo ver a mediodía.
Pareciole la chanza al rey un poco
pesada, y dijo, haciendo que reía:
«¿Habrase visto semejante loco?
Mas yo tengo de ver si te sosiego».
Lanzando por los ojos vivo fuego,
se abalanza al francés de tal manera,
da tal fuerza, tal ímpetu a la espada,
que ninguno lo vio que no dijera:
«Barón de Montalbán, tu hora es llegada».
Y sin duda ninguna que lo fuera,
si hubiese andado lerdo el camarada.
El siniestro talón Reinaldos hinca;
ágil Bayardo al otro lado brinca.
Dio en vago el golpe el Sericano; empero
otro le segundó que puso grima.
Hurta el francés el cuerpo cual primero,
y un recio tajo al mismo tiempo arrima.
Pagábale al contado en buen dinero,
como quien sabe a perfección la esgrima;
y Bayardo, tan ducho como el amo,
saltando acá y allá parece un gamo.
Gradaso, viendo que trabaja en vano,
va a ver si en otra parte se fatiga
con más provecho, y rompe espada en mano
por las legiones de la adversa liga;
mas no ha dado cien pasos el pagano
cuando Reinaldos otra vez le hostiga,
y gozar no le deja aquel sabroso
andar matando a roso y a velloso.
Trabábase la lid con furia nueva
a no verse Reinaldo en grande aprieto,
pues mientras con el rey su espada prueba,
prisionero hace Orgón a Ricardeto.
De allá el hermano grita: «¡Que me lleva!»
y a él acá le tiran al coleto;
no sabe a dó se vuelva ni qué haga,
ni cómo a entrambos lances satisfaga.
Tanto le da que hacer su antagonista
que apenas de su espada se defiende;
pues ¿qué será cuando al gigante embista,
si al mismo tiempo el Sericán le ofende?
No ve socorro humano, aunque la vista
por todo el campo a la redonda tiende.
Pero sin fuerzas y sin voz me siento;
suspendo el canto mientras cobro aliento.