I
La montaña que tiembla, porque siento
germen de cataclismo en sus entrañas;
el huracán que gemebundo emigra
quién sabe a qué región y qué distancia;
el mar que ruge protestando airado
de la ley del nivel que lo avasalla;
los mundos del sistema —¡tristes mundos!—
que al sol de Dios obedeciendo pasan
como en la arena de la pista el potro
a latigazos —¡noble potro!—salta;
no tienen sobre sí más amargura
que la que hospeda en sus desiertos mi alma,
porque yo arrastro sobre mí —¡y no puedo!—
como un cuerpo podrido, ¡la esperanza!
II
Tú que vives la vida de los justos
allá junto a tu Dios arrodillada,—
yo no creo ni aguardo, pero pienso
que haya hecho Dios un cielo para tu alma,—
dame un rayo de luz —¡uno tan solo!—
que restaure mi fuerza desmayada,
que ilumine mi mente que se anubla,
que reanime mi fe que ya se apaga...
dame un beso de amor —¡uno siquiera!—
aquí, sobre esta frente que besabas;
aquí, sobre estos labios que otros labios
han besado con ósculos de infamia;
aquí, sobre estos ojos que no tienen
nada más, ¡oh mi madre!, que tus lágrimas.