Propio camaleón de otros cielos mejores,
A cada nueva aurora mudaba de colores.
Así es que prefiriera a su rubor primero
El tizne que el oficio deja en el carbonero.
Quiero decir (me explico): la mudanza fue tal,
que iba del rojo al negro lo mismo que Stendhal.
Luego, un temblor de púrpura casi cardenalicio
(que viene a ser también el tizne de otro oficio)
se quebró en malva y oro con bandas boreales,
que ni el disco de Newton exhibe otras iguales.
Es muy de Juan Ramón esto de malvas y oros,
O del traje de luces de un matador de toros.
Y no sé si atreverme, en cosa tan sencilla,
A decir que hubo una “primavera amarilla”,
Con unas vetas verdes, con unos jaspes grises
En olas circunflejas como en el mar de Ulises.
¡Ulises yo, que apenas de Caribdis a Escila
—de un vértice a un escollo —saciaba la pupila!
Porque como es efímero todo lo que es anhelo,
El color se evapora y otra vez sube al cielo,
Y ya sabemos que poco a poco se va
Aun la marca de fuego de la infidelidá.
Y se acabó la historia —Tal era la mordida
Que lucía en el anca mi querida.