Yo te amé en el silencio de la ignota atalaya
que calla su tesoro de oro inaccesible.
Y ahora que te canto —¡maldito sea el llanto
del amor que se canta!—, qué soledad sonora,
qué insensata y agónica trompetería, qué estéril,
qué grave fundamento, qué infierno irreparable.