Raúl González Tuñón

Los obuses (2)

Todo pareció quedar en orden pero era terrible.
Dos manos cortadas dentro de una guitarra,
un tiesto en el sombrero de novia, un árbol en el cuarto,
las fotografías sin el menor rasguño
prolongando la falsa vida de los parientes, el recuerdo de
  la Exposición,
Joselito, Lenin, todo mezclado al olor del relámpago.
 
Esa tremenda mancha en la pared como un ladrido pintado,
como un ladrido de perro enfermo y solo,
ese caballo de madera orgulloso, intacto,
llevado a la más alta ruina por el viento de los obuses.
 
Donde nacieron los pequeños, donde velaron a los muertos
—cuando era posible morirse con las manos juntas—,
donde crecieron las telarañas
y se fueron inclinando a la tierra los más viejos,
donde yace el corazón,  
el reloj del hogar que vio pasar los días y los rostros,
allí no es posible ver otra cosa que el vacío,
el primero y más firme cimiento de una casa.
 
Ya pasaron viniendo del Oeste y he aquí su obra
—ni el tiempo la hubiera hecho tan perfecta—,
muchos otros muros no ceden pero éste se cayó de pronto
  como una encina demasiado vieja,
el mismo aire del obús que pasa enloquecido la hubiera
  derribado.  
Así cayó, así cayeron con él las buenas gentes, las palomas,
  la veleta,
y el sol que estaba entonces dorando los canarios.
 
La noche de ceniza se hizo sobre la casa, de súbito cubrió
  los restos,
las cosas que quedaron.
 
Así fue, mientras nuestros bravos soldados
combaten en la cintura de la ciudad maravillosa.
Muertos sin hospital, sin velatorio, sin entierro; muertos
 anónimos, sí,
pero amados, es por vosotros que nosotros vivimos
para esperar que crezca la flor nueva del mundo, en  
 vuestras ruinas.
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