Isaac Freire

Viajero permanente

A los cinco días de mi dentadura rota

...
Recuerdo la fina hierba que nos mordía
y el deseo azul que se despegaba;
todo caía en tus ojos:
mi llanto, mi sexo, mis mañanas
mis días y mi sal, mi nostalgia de ver las flores marchitas
y tu constancia de amar el desastre.
Todo caía en tus ojos
todo el azul, extrazul, azul era la nube desnuda
y el manantial índigo de tus muslos
como un rito sagrado,
volcaba muchas veces yo mis copas azules sobre tu incienso,
sobre tu cabeza
dándote el silencio y el viento enterrado
en una habitación oscura de tu alma y tu corazón
como alguien que vuelve a la vida
derramando frutas y astros azules
siempre azules, siempre en tus ojos.
 
Yo escribo ahora del recuerdo, del viajero que soy
del viajero en que me he convertido, viajero de islas y continentes,
de ojos, de ciudades, de casualidades,
el despiadado viaje que mi alma recorrió hasta encontrarte
el duro homenaje de mis manos para tocarte,
la travesía de mis pies que navegaron por duras regiones
por las flores sin olor, por las patrias sonoras
y encontraron siglos viejos, horas deshechas
almas cubierta de sangre y polvo
y esas extraña sensación de haber perdido todo; pero te encontré.
Tú sabes pedacito de azul que pisamos el desierto
de donde nació la flor
y el crisantemo,
que recorrimos el lugar de donde nace el vino
y el agua;
y que recién reventado el día despertamos juntos
y vimos llegar el aroma después de mil años de ausencia.
 
Que despertamos en la noche para detener su avance
y que perdimos la paz
cuando juntos los cuerpos nos regábamos por el firmamento.
Que fuimos por la ceniza
y por los techos viendo como las estrellas nos miraban
con su cola de oro
que racimos de turquesa se esparcían por el alma
y que se formó un gran continente con nuestros besos
y con esa luz sagrada de los cuerpos calientes y, que tú,
ahora en el crepúsculo, perdido en mi sueño,
vas por el mundo poblándolo de mi ausencia.
 
Dos espigas de oro convertido en cereal
probé en tus dientes;
la única puerta al infinito que conozco,
patria que era mía y me consume.
 
Ahora en este día cinco
existen las líneas nuevas, la risa de los pájaros, el deseo
hirviente nacido del cristal y de la luna,
¿por qué dios nos dio el placer y la agonía?
¿por qué ahora desde mi sucio país te recuerdo?
¿por qué me diste el producto orgulloso
de tu vientre y ahora nada nace en este desierto maldito?.
Quizá olvidamos ir tejiendo el sueño
y olvidé que viajero como soy, he recorrido hasta el cansancio
tu lugar de sombra, de ceniza sagrada.
 
Hay aquí un constante estado de guerra, de torres armadas
de hoteles de dioses callados,
de todo aquello que se oyó en el bosque petrificado
el grito enredado en la mañana
y la edad ascendiendo en la noche sobre un solo cuerpo enamorado.
La cicatriz que has dejado en la rueda
en la cruz, en mi mirada
y en mi vientre de vasija,
se ha encendido todo y todo lo que mi mano toca
se acerca a tu aliento. Mi mano es una lámpara
que ilumina el mundo en tu nombre,
que tiemblo en el vacío y gasto mi inagotable cotidianidad
en mirar un sinfín de otoños y lunas.
Parece este sueño el peor de todos.
Estar vivo y sin ti, sin tu dulce aspecto azul que nace,
yo por mi parte
te sueño y ye acaricio en el metal y en la harina
y cuando esta miel, esta corriente de olas y espuma
esta hectárea de lino y mariposa
estos peces que se pasean ondulantes por el camino andado
y esos amores que nos acechan,
parecerán irreales frente al mar y a la costa, y,
no se parecerán a mí
ni a mi duda, ni a mi poesía
porque yo encendí el galope del caballo de agua
que ahora recorre infinito tu sexo
y esa tierra sedienta está porque así lo deseas;
mientras tanto mi mandato se extiende
por la llanura,
por la pradera, por los vacíos y
esos vacíos recorren la noche que coincidimos.
Cuando mi puño esté vacío
y mi alma esté libre de cúpulas, tumbas y amores
yo vendré todos los días cinco
a enseñar, a mitificar, a construir ese pedazo de azul
con mi esplendor agobiado.
 
Porque todo cae en tus ojos.
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