No en palacios de mármol,
no en meses, no, ni en cifras,
nunca pisando el suelo:
en leves mundos frágiles
hemos vivido juntos.
El tiempo se contaba
apenas por minutos:
un minuto era un siglo,
una vida, un amor.
Nos cobijaban techos,
menos que techos, nubes;
menos que nubes, cielos;
aún menos, aire, nada.
Atravesando mares
hechos de veinte lágrimas,
diez tuyas y diez mías,
llegábamos a cuentas
doradas de collar,
islas limpias, desiertas
sin flores y sin carne;
albergue, tan menudo,
en vidrio, de un amor
que se bastaba él solo
para el querer más grande
y no pedía auxilio
a los barcos ni al tiempo.
Galerías enormes
abriendo
en los granos de arena,
descubrimos las minas
de llamas o de azares.
Y todo
colgando de aquel hilo
que sostenía, ¿quién?
Por eso nuestra vida
no parece vivida:
desliz, resbaladora,
ni estelas ni pisadas
dejó detrás. Si quieres
recordarla, no mires
donde se buscan siempre
las huellas y el recuerdo.
No te mires al alma,
a la sombra, a los labios.
Mírate bien la palma
de la mano, vacía.