Mario Benedetti

Estornudo

Cuando Agustín sintió un fuerte dolor en el pecho, anunció de inmediato a sus familiares: «Esto es un infarto». Sin embargo, el médico diagnosticó aerofagia. El dolor se aplacó con una cocacola y el regüeldo correspondiente.
     Fue en esa ocasión que Agustín advirtió por vez primera que la forma más eficaz de exorcizar las dolencias graves era, lisa y llanamente, nombrarlas. Sólo así, agitando su nombre como la cruz ante el demonio, se conseguía que las enfermedades huyeran despavoridas.
     Un año después, Agustín tuvo una intensa punzada en el riñón izquierdo y, ni corto ni perezoso, se autodiagnosticó: «Cáncer». Pero era apenas un cálculo, sonoramente expulsado días más tarde, tras varias infusiones de quebra pedra.
     Pasados ocho meses el ramalazo fue en el vientre y, como era previsible, Agustín no vaciló en augurarse: «Oclusión intestinal». Era tan sólo una indigestión, provocada por una consistente y gravosa paella.
     Y así fue ocurriendo, en sucesivas ocasiones, con presuntos síntomas de hemiplejia, triquinosis, peritonitis, difteria, síndrome de inmunodeficiencia adquirida, meningitis, etcétera. En todos los casos, el mero hecho de nombrar la anunciada dolencia tuvo el buscado efecto de exorcismo.
     No obstante, una noche invernal en que Agustín celebraba con sus amigos en un restaurante céntrico sus bodas de plata con la Enseñanza (olvidé consignar que era un destacado profesor de historia), alguien abrió inadvertidamente una ventana, se produjo una fuerte corriente de aire y Agustín estornudó compulsiva y estentóreamente. Su rostro pareció congestionarse, quiso echar mano a su pañuelo e intentó decir algo, pero de pronto su cabeza se inclinó hacia adelante. Para el estupor de todos los presentes, allí quedó Agustín, muerto de toda mortandad. Y ello porque no tuvo tiempo de nombrar, exorcizándolo, su estornudo terminal.

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