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María Elena Cruz Varela

Una historia de amor y sus poemas...

«No hay grados de dificultad en los milagros.»

J. de N.

Le conocí hace años. Hermoso, roto y abandonado de sí mismo, nacido bajo  los signos de Leo y Dragón, sistemáticamente entregado a la tarea de autodestruirse.

Amante de la ópera, el ballet y los poemas, que escribía hundido hasta la médula, sin puertas y sin fé. Buscaba el otro extremo en las películas de terror que, mientras más truculentas, mejor servían al propósito de arrinconar el péndulo en el extremo oscuro de su dolor sin nombre.

Yo, que ya no era la misma, enredada en la tela de araña de la que están hechas  las ilusiones, equivocada y sola como todo hijo del hombre, había encontrado un hilo, un  mapa  para salir del Laberinto donde las leyes de la dualidad, esas que tanto aman quienes creen en el mundo, me habían encerrado con mi propio consentimiento. Lo compartí con él y  resistí a mi antigua necesidad de huir de alguien cuyo dolor existencial era de igual tamaño, peso y consistencia que el mío.

Sólo fue necesario que me hiciera a un lado el día en que supe que mi amigo había tocado fondo: «Padre, te entrego a mi hermano. Yo no puedo hacer nada más por él.» Oré en silencio, abrazada a su cuello.

Demoré en tener noticias suyas, hasta que, una mañana del año 2004, me llamó por teléfono para darme la buena nueva de su resurrección.

Al revisar, transcurridos los años, la calidad de nuestra amistad, supe que se trataba de un acuerdo firmado mucho antes del comienzo del tiempo y el espacio. Aquí nos habíamos dado cita con el compromiso de que nos ayudaríamos a salir de las trampas urdidas por el ego para retrasar nuestro regreso a casa. Y así permanecemos, unidos en la única relación que trasciende la culpabilidad y desconoce la atracción de la muerte: la relación santa, creada en y por la belleza, esa especie de antídoto contra el veneno del odio en que fuimos criados.

Comparto con ustedes esta experiencia porque sé que todos la necesitamos. Ahorro los detalles escabrosos por la sencilla razón de que, sean cuales fueren, pertencen al pasado y ya, ni Arnaldo Ramírez Ricardo ni yo habitamos allí. También porque lo anecdótico es lo de menos, sea cual sea la forma y manifestación del dolor en el mundo, sólo es un error clamando por  ser corregido y créanme, entre el cielo y la tierra no hay nadie excento de esta Ley. Fue el primer milagro del que he sido testigo y le agradezco a Arnaldo que me haya regalado esa posibilidad.

Es la primera vez que accede que sus poemas salgan del ámbito privado de nuestras lecturas en común.  No es justo, le dije, que un celebrante esconda  las razones de su celebración. Déjame extenderla a   quienes  estén dispuestos a abandonar  «El corazón de las tinieblas».

Ahí están y como siempre, los que quieran oir, oirán; los que quieran ver, verán, y los que ni una cosa ni la otra, es que aún no les ha llegado su momento.

Es cierto que «No hay grados de dificultad en los milagros» porque, sencillamente, no hay grados de realidad en las ilusiones.

¡Namasté!

Insomnio

Miro la vida como si fluyera: Su vaivén aparente.
Su música intangible. Su variación en torno a la demencia.
Aspiro y muerdo el aire con un afán voraz de persistir.
Como si huyera desde lo externo al centro.
Al comienzo de toda certidumbre.
Miro la vida con el ojo despierto.
Rota la percepción.
Desecho el juicio.
Con el costado abierto
y asombrado.

En el umbral

La mesa está servida. Dispuestos, los sentidos repiten un código ancestral.
La ventana está abierta y entra la inmensa noche como la tentación
El perfume del mundo juega con la memoria, desordena inclemente
El precario equilibrio, inventa mil acordes, una canción pequeña en armonía
Con la cual seducirme.
Lo ilusorio despliega su arsenal. Recita uno por uno los mantras del
Olvido: La agonía del cuerpo, quebrado su esplendor.
El ansia detenida en los cristales.
La brevedad del tiempo.
La mesa está servida. Un mensajero aguarda frente a mí,
Con urgencia. Apremiándome.

Summertime.

En la terraza, invicta, mi compleción aflora. Hay un aroma nuevo en la quietud de la tarde  que no fluye porque alcanzó la plenitud. Lentamente me deshago de los viejos disfraces, del nombre, de los años, de la frágil memoria. De la necesidad y la esperanza. Del contraste entre las sombras y la luz.

Rota la dualidad renazco y empiezo a repetir con insistencia la canción de los siglos.

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