Manuel de Zequeira Arango

El banquete

No fue sólo el satírico de Francia
Del banquete importuno fiel testigo
Que a su lira prestó tanta elegancia:
 
Yo también si me escuchas, Claudio amigo,
Te instruiré de otro lance, cuya escena
Trágica contar puedo por testigo.
 
Es el caso que ayer Doña Ximena
Celebrar de su esposo Don Sempronio,
Quiso el natal, y un gran banquete ordena.
 
Por darme de amistad buen testimonio
Entre treinta que fueron, un billete
Me cupo por astucia del demonio.
 
¡Grande honor para aquel que en su retreta
Por costumbre frugal en apetito,
Más le sacia el silencio que el banquete!
 
Porque no me imputaron un delito,
Fui puntual, ostentando cortesía
Exterior; pero el alma en gran conflicto.
 
A tres horas después del mediodía
Principióse el obsequio en cuyo instante
Mi débil vientre estaba en agonía.
 
¡Caprichosa costumbre, interesante
Para el moderno gusto, que consiste
En dar blando martirio al circunstante!
 
Con grato aspecto y pensamiento triste
Ocupé mi destino, y a mi lado
Un joven se sentó de garbo y chiste;
 
Pasar quiero en silencio el delicado
Aseo en las vajillas ¡quién creyera
Que había para un ejercito sobrado!
 
No fue bambolla el aparato, era
La abundancia efectiva, porque un pozo
De sopa se plantó con su caldera.
 
No Camacho en Cervantes tan costoso
Dio más a conocer de su rudeza
La probidad en todo generoso.
 
Como el tal Don Sempronio: nunca mesa
Lucio con tan opípara abundancia,
Nada de Filili, todo grandeza.
 
Un toro asado vi, cuya distancia
De lugar ocupaba... ¿Claudio Amigo,
Ríes porque te hace disonancia?
 
Pues vive el rey Clarion, que hablo contigo,
Nadie nos oye, sufre, soy poeta
Y contra todos mi torrente sigo.
 
No es hipérbole, no, mas si te inquieta
Esta voz sin mudar de consonantes
Escúchame cual ato la historieta.
 
En desorden común los circunstantes
Con rumor sus asientos ocuparon
A manera de tropas asaltantes.
 
Aquí, Claudio, mis penas principiaron
Cuando vi de los pajes la gran tropa
Y los varios manjares que acopiaron.
 
¡Qué pregón! ¡Qué algazara! ¡Vaya sopa,
(Gritaban) tallarines.—macarrones...!
Y en esto un plato con el otro topa.
 
Sobre mí vi llover los empellones
De un gargantón que a mi siniestra había,
Más voraz que quinientos sabañones.
 
Con la vista los platos recorría,
Y resollando como inmundo cerdo
Las viandas devoraba y engullía.
 
A veces como en sómnico recuerdo
Monosílabos sólo contestaba,
en repetir los tragos nada lerdo.
 
Frente por frente de mi asiento estaba,
Otro extranjero bozalón, que todo
Con mil incultas frases encomiaba.
 
Allá a su medio idioma y a su modo,
La galina, decía., estar charmante,
Y a cada instante levantaba el codo.
 
A su diestra, con plácido semblante,
Zoylo estaba mil brindis repitiendo,
Injuriando a Helicona a cada instante.
 
El estilo jocoso fue exprimiendo
Del barrio del Barquillo la agudeza,
Con chistes de Manolos zahiriendo.
 
Unas veces hablaba con terneza,
Y otras muchas gritaba atolondrado
Hasta echarse de bruces en la mesa.
 
Cual si fuese otro Horacio, acalorado
Principió a criticar mi poesía,
Por agradar y parecer letrado.
 
Encendida en furor la fantasía
Reputaba mis versos por malditos,
Interpretando lo que no entendía:
 
Una silaba sólo con mil gritos
Corrigióme, sin ver que de su absurdo
Se burlaban los necios y peritos.
 
Hubo otro tiempo en Argos un palurdo
Que de poeta, sin serlo, presumía
(También hay vanos bajo paño burdo).
 
Este loco ignorante marchó un día
Presuntuoso y contento al coliseo,
A tiempo que en el teatro nadie había.
 
Inflamado de ardor Apolineo,
Delirante el palurdo imaginaba,
Los aplausos que quiso su deseo;
 
Sin escuchar actores se alegraba,
Y figuróse sin haber compuesto,
Que una comedia suya se operaba.
 
Ya entiendes, Claudio, lo que digo en esto,
Si a ti para advertir las alusiones
Te sobra astucia en lo que ves expuesto:
 
Volvió, Zoylo, a enhebrar sus maldiciones,
Efectos de su mísero ejercicio,
Queriendo al sacro Pindo dar lecciones.
 
¡Oh fatal, dije, abominable vicio!
Sólo el médico habla de remedios,
Cada artesano trata de su oficio.
 
El rústico jamás toca de asedios;
Pero siempre los necios tienen todos,
Para injuriar las musas, torpes medios.
 
Aquel que ignora los discretos modos
Con que los simples se preparan, sepa
Que en vez de medicinas hará lodos.
 
Lo mismo aquel que, presumido, trepa
Sin balancín en cuerda, y sin auxilio
El pie se le resbala y le discrepa.
 
Pues si Zoylo jamás leyó a Lucilio,
Ni comprende las sátiras de Horacio,
¿Qué concepto merece? El de Basilio.
 
Y con todo en inmundo cartapacio
Se atreve a publicar su critiquilla
Que de verla no ceso, ni me sacio.
 
Perdona, Claudio, si es que la mancilla
De un parásito vano ha interrumpido
El orden de mi sátira sencilla.
 
Volvamos al banquete donde, erguido,
Mebio también con tono destemplado
Daba muestra de ser varón leído.
 
Fabio, que estaba junto a mi sentado,
Reventaba de risa, y muy frecuente
Con su codo tocaba en mi costado.
 
Yo procuré apretar diente con diente,
Para no prorrumpir la carcajada,
Ni ser de Baco víctima inclemente.
 
Me contuve pensando en la extremada
Locura de Alejandro entre los vinos,
Hiriendo a Clito con su lanza airada:
 
Y también recordé los desatinos
Con que Calistenes sufrió la muerte
Porque a sus cultos resistió divinos.
 
Muy de continuo con acento fuerte
Bomba... bomba... Don Mebio repetía,
Y en cada bomba una botella vierte.
 
Con voz ronca mil erres prorrumpía,
Y, exhalando sudor su aspecto rojo,
Quitóse el corbatín que le oprimía.
 
Ya en sus pies vacilaba el cuerpo flojo,
Y aun temía que imitara a Polifemo
Cuando en la triste cueva perdió el ojo.
 
De crítico adulón, pasó a blasfemo,
Y perdiendo del todo la chaveta
Cada vez deliró con más extremos.
 
En fin, Mebio con cara de baqueta,
De todos recibió funesto trato,
Terminóse el banquete, y cual saeta
Me aparté por no ver tal mentecato.
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