Irene no conoce todavía
la palabra resaca.
Descentrada
con el raro bullicio de la gente
que hubo anoche en la casa,
duerme poco, penetra
ese olvido absoluto al que recurro
en mañanas difíciles,
salta por los barrotes
de su horario, se anuncia
con un grito de selva inexplorada,
corre por el pasillo hasta la cama,
de mi pelo se cuelga, con mi espalda fabrica
una pista de baile,
insiste repartida, telefónica,
parece que se escapa por fin, pero regresa
con urgencia de liebre despiadada.
Irene no conoce todavía
la palabra resaca.
Están así las cosas...
Es la primera vez
que la ira no afecta al importuno.
Juro que no repetiré, sé que no debo
acostarme tan tarde, tan borracho,
bajo un sol que ya tenga
mala cara de sueño y aspirina.