Luis Antonio de Villena

Cenit, fuego y Nadir de Guido Gozzano

Desesperadamente amaba las frondas del ocaso,
la etérea golondrina, tropo o voz del silencio.
Descansaba sus ojos en ópalos de fuego, recortaba
un enjambre de rosas o amaranto en viridarios
verdes como cortinas luengas, como bocas de faunos.
Sacerdotes de Persia con los ojos inmensos como
azabaches solos, donde un labio de sangre, un sueño,
en el ámbar del vidrio desmayaba las uñas, el
múrice, el polvo de arroz y el fuego de una actriz
de tragedia. Y los pétalos tiernos acercaba a sus labios.
Nostalgia de montañas sentía por la sangre,
cincelados abetos que en los brazos del tiempo un
recuerdo albergaban, celindas como lagos sin memoria,
dúctiles, largos, sinuosos y tórridos collares.
La corrupción anida, príncipe del viento, en la belleza.
En mis brazos se mece como añoranza eterna,
renuncia a todo árbol porque todo es inútil,
y afán de muerte siempre en la voz de las rosas.
Después fue tan sólo tomar alfanje de su vaina
de oro, encerrar versos tibios en las cajas-desvanes
y arder en la memoria símbolos eternos, columnas,
fustes, capiteles dorados como antorchas o esmeraldas
sus ojos entre dioses de oro, sedas, vertumnos,
ninfas de opereta…
 
Las damas de la corte sangran senos de alondra,
y Heliogábalo muerto– 235 de la era cristiana -
sobre el mármol dejó para nosotros, rojos alminares,
olor de casia dulce y de cerezas…
La corrupción anida, príncipe del viento, en la belleza.

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