La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda, bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios prietos entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una teja, durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol por dentro. En la paz brillante, se oye el hervor de la olla que cuece en el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría del viento del mar en la marafia de los eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera canta:
Pausa. El viento en las copas.
El viento... Platero, que anda, manso, entre los pinos quemados, se llega, poco a poco... Luego se echa en la tierra fosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.