Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre, derecha, enhiesta, a cuerpo, sin mirar a nadie... ¡Qué bien lleva su pasado belleza, gallarda todavía, como en roble, el pañuelo amarillo de talle, en invierno, y la falda azul de volantes, lunareada de blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso para acampar, como siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas, y sus burros moribundos, mordisqueando la muerte, en derredor.
¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán temblando los burros de la Friseta, sintiendo a los gitanos desde los corrales bajos!—Yo estoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuerda tendrían los gitanos que saltar medio pueblo y, además, porque Rangel, el guarda, me quiere y lo quiere a él—. Pero, por amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y poniendo negra la voz.
—¡Adentro, Platero, adentro! ¡Voy a cerrar la cancela, que te van a llevar!
Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa, trotando, la cancela, que se cierra tras él con duro estrépito de hierro y cristales, y salta y brinca, del patio de mármol al de las flores y de éste al corral, como una flecha, rompiendo—¡brutote!—, en su corta fuga, la enredadera azul.
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