José Jacinto Milanés

La madrugada

Necio, y digno de mil quejas
el que ronca sin decoro
cuando el sol con rayo de oro
da en las domésticas tejas.
 
¿Puede haber cosa más bella
que de la arruqada cama
saltar, y en la fresca grama
del campo estampar la huella?
 
Campo digo; porque pierde
la mañana su sonrisa,
en no habiendo agreste brisa,
mucho azul y mucho verde.
 
No hay que gozarla en ciudad:
en todo horizonte urbano
se estaciona de antemano
triste vaporosidad.
 
Luego ved tanto edificio
alto, serio... angustia dan:
el alba, el sol allí están
como sacados de quicio.
 
No: yo he de andar a mis anchas
una campiña florida,
por ver del alba querida
la faz virgen y sin manchas:
 
Verla en oriente lucir
diáfana, rosada, bella,
como una casta doncella
que enamora al sonreir.
 
Yo no sé cómo hay cabeza
tan interesada y fría,
que no ame, al rayar el día,
la hermosa naturaleza.
 
Vedla rejuvenecerse:
vedla rodar con el río;
brillar pura en el rocío;
con los árboles mecerse:
 
arrastrada en el reptil;
fiera y alzada en el bruto;
dulce en el colgado fruto;
risueña en la flor gentil.
 
¡Oh Dios!... Allá en mis niñeces,
antes de brotarme el bozo,
con qué sencillo alborozo
vine a ver esto mil veces!
 
Ya una errante mariposa
con su matiz me atraía;
ya olvidado me ponía
a contemplar una rosa.
 
Siempre alegre. —Ya se ve;
nunca entonces cavilaba,
ni mis cejas arrugaba
algún triste no sé qué.
 
Después, como entré en más años
y como ví una hermosura,
tuve por triste locura
ver sol, montes, y rebaños.
 
¡Qué ingrato fui! —Pero bien
se vengó naturaleza.
Aquella ingrata belleza
olvidome con desdén.
 
Vertí un mar de llanto: el alma
no se me hallaba sin ella:
al fin una amiga estrella
doliose, y me puso en calma.
 
¡Oh, qué dolor tan agudo
es olvidar!... Pero al cabo,
rotos los grillos de esclavo
curome el médico mudo:
 
el tiempo, el tiempo veloz,
que tiñe nuestras cabezas
de blanco, y tantas bellezas
deja sin luz y sin voz.
 
De entonces acá me place
ver la escena matutina
segunda vez: —medicina
celestial que me rehace.
 
Con todo mis cicatrices
se ensangrientan y suspiro
a donde quiera que miro
dos amadores felices.
 
Y aún con menos ocasión.
Si oigo el susurrar alterno
de dos palmas, en lo interno
se me angustia el corazón.
 
Si en un ramo miro a solas
dos aves cantar querellas;
si relucir dos estrellas;
si rodar dos mansas olas;
 
si dos nubes enlazarse,
y por el éter perderse;
si dos sendas una hacerse;
si dos montes contemplarse,
 
me paro, y con ansiedad
recuerdo que a nadie adoro:
miro tanto enlace, y lloro
mi continua soledad.
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