José de Espronceda

El estudiante de Salamanca: Parte segunda

... Except the hollow sea's.
Mourns o'er the beauty of the Cyclades.

Byron.- Don Juan, canto 4. LXXII.

Está la noche serena
de luceros coronada,
terso el azul de los cielos
como transparente gasa.
 
Melancólica la luna
va trasmontando la espalda
del otero: su alba frente
tímida apenas levanta,
 
  y el horizonte ilumina,
pura virgen solitaria,
y en su blanca luz süave
el cielo y la tierra baña.
 
  Deslízase el arroyuelo,
fúlgida cinta de plata
al resplandor de la luna,
entre franjas de esmeraldas.
 
  Argentadas chispas brillan
entre las espesas ramas,
y en el seno de las flores
tal vez se aduermen las auras.
 
  Tal vez despiertas susurran,
y al desplegarse sus alas,
mecen el blanco azahar,
mueven la aromosa acacia,
 
  y agitan ramas y flores
y en perfumes se embalsaman:
Tal era pura esta noche,
como aquella en que sus alas
 
  los ángeles desplegaron
sobre la primera llama
que amor encendió en el mundo,
del Edén en la morada.
 
  ¡Una mujer! ¿Es acaso
blanca silfa solitaria,
que entre el rayo de la luna
tal vez misteriosa vaga?
 
  Blanco es su vestido, ondea
suelto el cabello a la espalda.
Hoja tras hoja las flores
que lleva en su mano, arranca.
 
  Es su paso incierto y tardo,
inquietas son sus miradas,
mágico ensueño parece
que halaga engañoso el alma.
 
  Ora, vedla, mira al cielo,
ora suspira, y se para:
Una lágrima sus ojos
brotan acaso y abrasa
 
  su mejilla; es una ola
del mar que en fiera borrasca
el viento de las pasiones
ha alborotado en su alma.
 
  Tal vez se sienta, tal vez
azorada se levanta;
el jardín recorre ansiosa,
tal vez a escuchar se para.
 
  Es el susurro del viento
es el murmullo del agua,
no es su voz, no es el sonido
melancólico del arpa.
 
  Son ilusiones que fueron:
Recuerdos ¡ay! que te engañan,
sombras del bien que pasó...
Ya te olvidó el que tú amas.
 
  Esa noche y esa luna
las mismas son que miraran
indiferentes tu dicha,
cual ora ven tu desgracia.
 
  ¡Ah! llora sí, ¡pobre Elvira!
¡Triste amante abandonada!
Esas hojas de esas flores
que distraída tú arrancas,
 
  ¿sabes adónde, infeliz,
el viento las arrebata?
Donde fueron tus amores,
tu ilusión y tu esperanza;
 
deshojadas y marchitas,
¡pobres flores de tu alma!
 
  Blanca nube de la aurora,
teñida de ópalo y grana,
naciente luz te colora,
refulgente precursora
de la cándida mañana.
 
  Mas ¡ay! que se disipó
tu pureza virginal,
tu encanto el aire llevó
cual la aventura ideal
que el amor te prometió.
 
  Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son:
Las ilusiones perdidas
¡ay! son hojas desprendidas
del árbol del corazón.
 
   ¡El corazón sin amor!
Triste páramo cubierto
con la lava del dolor,
oscuro inmenso desierto
donde no nace una flor!
 
  Distante un bosque sombrío,
el sol cayendo en la mar,
en la playa un aduar,
y a los lejos un navío
viento en popa navegar;
 
  óptico vidrio presenta
en fantástica ilusión,
y al ojo encantado ostenta
gratas visiones, que aumenta
rica la imaginación.
 
  Tú eres, mujer, un fanal
transparente de hermosura:
¡Ay de ti! si por tu mal
rompe el hombre en su locura
tu misterioso cristal.
 
  Mas ¡ay! dichosa tú, Elvira,
en tu misma desventura,
que aun deleites te procura,
cuando tu pecho suspira,
tu misteriosa locura:
 
  Que es la razón un tormento,
y vale más delirar
sin juicio, que el sentimiento
cuerdamente analizar,
fijo en él el pensamiento.
 
  Vedla, allí va que sueña en su locura,
presente el bien que para siempre huyó.
Dulces palabras con amor murmura:
Piensa que escucha al pérfido que amó.
 
  Vedla, postrada su piedad implora
cual si presente la mirara allí:
Vedla, que sola se contempla y llora,
miradla delirante sonreír.
 
  Y su frente en revuelto remolino
ha enturbiado su loco pensamiento,
como nublo que en negro torbellino
encubre el cielo y amontona el viento.
 
  Y vedla cuidadosa escoger flores,
y las lleva mezcladas en la falda,
y, corona nupcial de sus amores,
se entretiene en tejer una guirnalda.
 
  Y en medio de su dulce desvarío
triste recuerdo el alma le importuna
y al margen va del argentado río,
y allí las flores echa de una en una;
 
  y las sigue su vista en la corriente,
una tras otras rápidas pasar,
y confusos sus ojos y su mente
se siente con sus lágrimas ahogar:
 
  Y de amor canta, y en su tierna queja
entona melancólica canción,
canción que el alma desgarrada deja,
lamento ¡ay! que llaga el corazón.
 
  ¿Qué me valen tu calma y tu terneza,
tranquila noche, solitaria luna,
si no calmáis del hado la crudeza,
ni me dais esperanza de fortuna?
 
  ¿Qué me valen la gracia y la belleza,
y amar como jamás amó ninguna,
si la pasión que el alma me devora,
la desconoce aquel que me enamora?
 
  Lágrimas interrumpen su lamento,
inclinan sobre el pecho su semblante,
y de ella en derredor susurra el viento
sus últimas palabras, sollozante.
 
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 
  Murió de amor la desdichada Elvira,
cándida rosa que agostó el dolor,
süave aroma que el viajero aspira
y en sus alas el aura arrebató.
 
  Vaso de bendición, ricos colores
reflejó en su cristal la luz del día,
mas la tierra empañó sus resplandores,
y el hombre lo rompió con mano impía.
 
  Una ilusión acarició su mente:
Alma celeste para amar nacida,
era el amor de su vivir la fuente,
estaba junto a su ilusión su vida.
 
  Amada del Señor, flor venturosa,
llena de amor murió y de juventud:
Despertó alegre una alborada hermosa,
y a la tarde durmió en el ataúd.
 
  Mas despertó también de su locura
al término postrero de su vida,
y al abrirse a sus pies la sepultura,
volvió a su mente la razón perdida.
 
  ¡La razón fría! ¡La verdad amarga!
¡El bien pasado y el dolor presente!...
¡Ella feliz! ¡que de tan dura carga
sintió el peso al morir únicamente!
 
  Y conociendo ya su fin cercano,
su mejilla una lágrima abrasó;
y así al infiel con temblorosa mano,
moribunda su víctima escribió:
 
  «Voy a morir: perdona si mi acento
vuela importuno a molestar tu oído:
Él es, don Félix, el postrer lamento
de la mujer que tanto te ha querido.
La mano helada de la muerte siento...
Adiós: ni amor ni compasión te pido...
Oye y perdona si al dejar el mundo,
arranca un ¡ay! su angustia al moribundo.
 
  »¡Ah! para siempre adiós. Por ti mi vida
dichosa un tiempo resbalar sentí,
y la palabra de tu boca oída,
éxtasis celestial fue para mí.
Mi mente aún goza la ilusión querida
que para siempre ¡mísera! perdí...
¡Ya todo huyó, desapareció contigo!
¡Dulces horas de amor, yo las bendigo!
 
  »Yo las bendigo, sí, felices horas,
presentes siempre en la memoria mía,
imágenes de amor encantadoras,
que aún vienen a halagarme en mi agonía.
Mas ¡ay! volad, huid, engañadoras
sombras, por siempre; mi postrero día
ha llegado: perdón, perdón, ¡Dios mío!,
si aún gozo en recordar mi desvarío.
 
  »Y tú, don Félix, si te causa enojos
que te recuerde yo mi desventura;
piensa están hartos de llorar mis ojos
lágrimas silenciosas de amargura,
y hoy, al tragar la tumba mis despojos,
concede este consuelo a mi tristura;
estos renglones compasivo mira;
y olvida luego para siempre a Elvira.
 
  »Y jamás turbe mi infeliz memoria
con amargos recuerdos tus placeres;
goces te dé el vivir, triunfos la gloria,
dichas el mundo, amor otras mujeres:
Y si tal vez mi lamentable historia
a tu memoria con dolor trajeres,
llórame, sí; pero palpite exento
tu pecho de roedor remordimiento.
 
  »Adiós por siempre, adiós: un breve instante
siento de vida, y en mi pecho el fuego
aún arde de mi amor; mi vista errante
vaga desvanecida... ¡calma luego,
oh muerte, mi inquietud!... ¡Sola... expirante!...
Ámame: no, perdona: ¡inútil ruego!
¡Adiós! ¡adiós! ¡tu corazón perdí!
—¡Todo acabó en el mundo para mí!»
 
  Así escribió su triste despedida
momentos antes de morir, y al pecho
se estrechó de su madre dolorida,
que en tanto inunda en lágrimas su lecho.
 
  Y exhaló luego su postrer aliento,
y a su madre sus brazos se apretaron
con nervioso y convulso movimiento,
y sus labios un nombre murmuraron.
 
  Y huyó su alma a la mansión dichosa,
do los ángeles moran... Tristes flores
brota la tierra en torno de su losa,
el céfiro lamenta sus amores.
 
  Sobre ella un sauce su ramaje inclina,
sombra le presta en lánguido desmayo,
y allá en la tarde, cuando el sol declina,
baña su tumba en paz su último rayo...
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