Yo vivía perplejo descubriendo las ideas y los hábitos del mago furtivo. Yo establecía su parentesco y semejanza son los músicos irlandeses, juntados en la corte por una invitación honorable de Carlomagno. Uno de esos ministriles había depositado entre las manos del emperador difunto, al celebrarse la inhumación, un evangelio artístico.
El mago furtivo no cesaba de honrar la memoria de su hija y sopesaba entre los dedos la corona de perlas de su frente. La doncella había nacido con el privilegio de visitar el mundo en una carrera alada. La muerte la cautivó en una red de aire, artificio de cazar aves, armado en alto. Su progenitor la había bautizado en el mar, siguiendo una regla cismática, y no alcanzó su propósito de comunicarle la invulnerabilidad de un paladín resplandeciente.
El mago preludiaba en su cornamusa, con el fin de celebrar el nombre de su hija, una balada guerrera en el sosiego nocturno y de esa misma suerte festejaba el arribo de la golondrina en el aguaviento de marzo.
La voz de los sueños le inspiró el capricho de embellecer los últimos días de su jornada terrestre con la presencia de una joya fabulosa, a imitación de los caballeros eucarísticos. Se despidió de mí advirtiéndome su esperanza de recoger al pie de un árbol invisible la copa de zafir de Teodolinda, una reina lombarda.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte