La tempestad invade la noche. El viento imita los resoplidos de un cetáceo y bate las puertas y ventanas. El agua barre los canales del tejado.
He dejado mi lecho, y me he asomado, por mirar la calle, a la ventana de la sala en ruinas. Los meteoros alumbran un panorama blanco.
Estoy a solas en la oscuridad restablecida, velando el sueño de la tierra.
Mis compañeros, avezados al trajín de estepas y desiertos, me abandonaron pérfidamente en esta aldea, etapa de jornada arriesgada. Rehusaron admitirme al aprovechamiento de sus riquezas, guardando para sí solos el secreto de sus metales y piedras. Mentaban un lago verde y salobre, escondido en una selva de pinos, amenazada por la brumazón.
La aldea es el campamento de una banda feroz. Hombres de tez amarillenta circulan inquietos, la espada en el puño, calado el sombrero cónico.
Aliento la esperanza de volver a mi suelo meridional, ceca del mar bruñido por el sol.
He tratado mi fuga con un hombre menesteroso, de la aviltada raza aborigen.
Ofrece conducirme por caminos desusados, a espaldas de salteadores homicidas.
Él y yo escaparemos definitivamente de este lugar, donde las víctimas escarpiadas invitan las aves de rapiña, criadas entre las nubes torvas.
#EscritoresVenezolanos (1925) La del timón torre